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La generosidad auténtica solo es posible entre individuos, es decir, de uno a otro. La dedicación a los demás in abstracto, a la manera de ese cristiano amor al prójimo que se inspira en el Décimo Mandamiento y que es parte consabida de la doctrina del proselitismo católico es un sentimiento –como bien observó Freud– si no inverosímil, harto improbable, teniendo en cuenta que la vida de cada uno se sostiene ante todo por el arraigado amor que nos dispensamos a nosotros mismos, lo que muy a menudo resulta incompatible con el amor por los demás.

Sin embargo, para dar razón al pesimismo freudiano con relación al amor al prójimo, se necesita algo más que apoyarse en la también freudiana teoría del narcisismo. La tesis de Freud ha de someterse a la autoridad de los hechos; y cierto es que hay innumerables organizaciones hoy en día dedicadas a la solidaridad y la ayuda social a través de organismos estatales o de las llamadas ONG en las que figuran personas que practican un así llamado “voluntariado” y afirman que sienten la vocación de ocuparse de los demás sin pedir casi nada a cambio. Es decir: se declaran altruistas, generosas, abnegadas y, cuando toca, sensibles al sufrimiento ajeno y hasta dispuestas a cualquier sacrificio personal para paliarlo. El hecho es particularmente significativo si tenemos en cuenta que, si algo hay que aprecian los individuos de nuestra época, parecería que no es esto sino lo contrario: procurarse satisfacción individual, de cualquier manera y todo el tiempo; y con absoluta indiferencia de qué pueda ocurrir con sus semejantes. ¿De dónde les viene entonces este altruismo compulsivo que, por otra parte, no se inspira en ninguna fe, no pretende hacer proselitismo ni tiene justificaciones ideológicas subsidiarias, como fueron en su momento el puritanismo de las sectas que fundaron los EE.UU o el mesianismo resentido de aquellos judíos hegelianos que acompañaron a Marx durante sus años de estudiante en Berlín, o el milenarismo predicado por algunos sacerdotes de la Compañía de Jesús, en gran medida responsables del adoctrinamiento de muchos guerrilleros latinoamericanos? Por supuesto que hay muchos filomarxistas, cristianos reformados y católicos entre los voluntarios y “benevolistas” actuales pero justamente lo que llama la atención es que su vocación, aunque en ocasiones aparece implicada con algún credo redentorista, suele ser bastante pobre en ideas sociales o políticas que la justifiquen.

Sería razonable que la sensibilidad a la desgracia ajena, inspire la necesidad de combatir contra el mal social o económico que la provoca y no se limite a paliar sus consecuencias; pero no es así, muy probablemente porque tampoco el espíritu altruista del voluntariado moderno consigue sustraerse al individualismo narcisista dominante; y éste sugiere prudencia: se puede uno salvar sin tener que resolver la salvación de los demás, basta con hacerse partícipe y solidario de la desgracia ajena, según el modelo asistencial creado por la Madre Teresa de Calcuta para la cual la “acción social” consistía en compartir la penuria, la marginación o la indigencia para, inmediatamente, pasar a enseñar al marginal, indigente o miserable a sobrellevarla compartiéndola a su vez con sus semejantes. No muy distinto de lo que hacen los Alcohólicos Anónimos o las comunidades de drogodependientes, que no resuelven el alcoholismo ni la drogadicción, pero a veces consiguen salvar de la autodestrucción a sus víctimas creándoles una comunidad de pertenencia artificial formada por los mismos que, por sus costumbres consideradas “insociables”, han acabado expulsados de la sociedad.

Está claro que hay algo inquietante en el voluntariado, puesto que su acción social no ataca la causa de la marginación sino que más bien encierra a los marginados en sus propios círculos y siempre fuera de la sociedad, so pretexto de que no hay mejor ayuda que la que uno se presta a sí mismo rodeándose de los suyos.

(Es verdad, aunque también es cierto que este es el principio en que se fundan todos los carteles y las mafias.)

En cualquier caso, lo innovador de estos círculos de solidaridad mutua es que no buscan la reintegración a la sociedad difundiendo el consabido cooperativismo sino que fomentan la cohesión social de los marginados a través de la administración conjunta de sus propios y escasos recursos, por miserables que sean. De esta manera realizan una idea de la justicia social basada en la auténtica caridad, tal como la describe magistralmente Jack London en su diario (En ruta, Barcelona, 2009): “Darle un hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando estás tan hambriento como él.” Aquí, como en la creación de círculos de desgraciados, la clave está en compartir, en la idea de que la desdicha o la miseria empiezan a superarse cuando se las comparte con otros que también las sufren.

Pero London era un revolucionario, en cambio nuestros voluntarios parece que usaran este principio para evitarse los riesgos de aplicar mal la justicia distributiva y, de paso, para ahorrarse el problema de tener que hacer una revolución para imponerla.

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