LA LIMOSNA

Subí al tren que me llevaba al centro, a la estación del Retiro. Era el mismo tren que yo usaba, de adolescente, para ir al colegio. El mismo en un sentido literal: es asombroso cómo se conservan inexplicablemente algunas cosas en Buenos Aires. Sin embargo, los pasajeros no eran como antes. Ahora son una masa de aspecto patético y empobrecido; y yo mismo era uno de ellos. A diferencia de antaño ahora casi todos los pasajeros viajan de pie, hacinados como en un vagón de un ferrocarril de Calcuta.

La casualidad hizo que pudiera sentarme. Delante de mí vi una pareja típica de los suburbios bonaerenses, quizá de Victoria o de San Fernando, o de la enorme villa llamada La Cava que hay en San Isidro. Eran personas muy humildes, pero con esa nobleza –¿o se dice “dignidad”? (nunca he sabido qué se quiere decir cuando se habla de “dignidad”)– que tienen los pobres sudamericanos. Puede que estén mal aseados, pero no están sucios. Tienen los ojos muy negros, pero la mirada es dulce. El hombre tenía las uñas de las manos ennegrecidas por el trabajo rudo y ella, el pelo apelmazado y sin peinar. Hablaban poco y en voz baja y, como suele ocurrir con los pobres, estaban muy abrigados, demasiado para la temperatura del momento.

Oí la voz de un indigente –por los vagones de los trenes de Buenos Aires todo el tiempo circulan innumerables pedigüeños, tullidos, músicos improvisados, vendedores de baratijas, chicles, estampas, peines, etc.– que se acercaba por el pasillo del vagón. Vi que el hombre sentado delante de mí se abría la chaqueta de jean forrada de una falsa lana de cordero y hurgaba en el bolsillo del suéter. Esperó a que pasara el mendigo junto a nosotros –un viejo que arrastraba una muleta con dificultad– y, tras dedicarle un “Buen día”, con toda seriedad, le puso en la mano un puñado de monedas.

Sentí una indescriptible conmoción porque, ante mis ojos de hombre privilegiado, hubiese jurado que el que daba no debía tener mucho más que el que pedía. Y me dije: “Los dioses han querido que tuvieras esta experiencia de la solidaridad humana, para que no la olvides”.

No la olvidaré.

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