Escucho por la BBC una nueva versión de las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, es la enésima variante con la que doy y estoy seguro de que aún conoceré más versiones. Esta vez es una adaptación para orquesta de cuerdas. De pronto me pongo a pensar en que he escuchado esta pieza maravillosa, de todas las maneras imaginables, incluso en flagrante profanación del original de Bach: ¡como ringtone de teléfono móvil! No importa, siempre me gusta y me seduce, por descabellada que sea su interpretación, de tal modo que no me sorprende que esta vez vuelva a caer arrobado por ella.
Es asombrosa esa característica cualidad que solo poseen las obras maestras y que les permite sobreponerse a cualquier abuso. La belleza, cuando es canónica, es como una armadura que hace al objeto invulnerable y lo convierte en imperecedero. La belleza lo soporta todo: la vulgaridad de un intérprete oportunista, los malos tratos a que la someten las modas, el manoseo de los inescrupulosos, la destrucción causada por las guerras y los saqueos y las marcas que deja en ella el paso del tiempo, como sucede con la Victoria de Samotracia.
Solo se me ocurre un objeto que pueda compararse a la eterna fascinación que produce el canon: una mujer bella, cuando te enamoras perdidamente de ella. Un día te das cuenta de cuánto te gusta y comprendes que te ha gustado y te gustará siempre y de cualquier forma y que no puedes con eso, incluso cuando harías muy bien en repudiarla