CARTAGENA

Me acuerdo de los imponentes fuertes españoles de Cartagena de Indias, de sus nombres –San Fernando de Bocachica y San Felipe de Barajas– y me acuerdo también de cómo un chico agarraba los peces con las manos en el embarcadero de San Fernando, de mañana y muy temprano (yo nunca había visto pescar así). Me acuerdo del calor del Caribe que nos asaltó nomás bajar del avión y de que fue en Cartagena donde descubrí cuánto me gustaba escuchar la logorrea de los colombianos, que no parece desanimarse nunca y se oye por todas partes.

(Las gentes que disfrutan hablando son mejores personas que los silenciosos.)

Me acuerdo de aquella mujer que fregaba el pasillo de la pensión en Rioacha mientras cantaba:

Una vieja se echó un peo
al lado de la muralla.
Los soldaos salieron corriendo
pensando que había batalla.

No sé por qué me acuerdo de todo esto y en este momento, pero sé muy bien que llegará el tiempo en que ya no podré recordarlo. Muchas veces no es la nostalgia o la melancolía lo que nos hace permanecer atados a algunos recuerdos sino el puro placer de la memoria, que oficia en nuestras vidas como la necesaria e irrenunciable compañía que alguna vez nos faltará, tal como nos faltan ahora los que ya no están.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.