DESOLACIÓN

Conozco pocos escritores como Sebald con tanta afición por lo siniestro; mejor dicho, por lo ominoso (que no es desagradable sino más bien inquietante). Sebald mira con curiosidad morbosa el lado oscuro de la existencia y su mirada poco a poco va trazando un indefinible pesimismo. Todo lo que observa está muerto o agoniza. Mira hacia el cielo en una playa del sur de Inglaterra e imagina el paso de los bombarderos que, hacia el final de la segunda guerra mundial, salían cada día de las bases inglesas cercanas a Southwold cargados de bombas con el propósito de destruir sistemáticamente las grandes ciudades alemanas. Divisa el horizonte sobre el Mar del Norte y calcula el número de salidas de los aviones y la composición de las escuadrillas, imagina las tripulaciones de los bombarderos y el peso de los centenares de miles de bombas que arrojaban sobre Alemania. Su cálculo es tan minucioso que el lector acaba por sospechar una discreta ironía en sus observaciones, como si la intención final de Sebald fuese la de distribuir de forma más equitativa las responsabilidades por las atrocidades de la última guerra mundial.

Es una extraña manera de ejercer la crítica y algo hay en ella que se me escapa. Véase cómo, en sus devaneos, describe un lugar que la policía política estalinista en Polonia tenía destinado para los condenados al destierro:

La sentencia, después de un rápido procedimiento ante el juzgado militar, lo condenaba al destierro en Vologda, un lugar abandonado en alguna parte de un paraje desértico más allá de Nizhni Novgorod. Todo Vologda, escribe Apollo Korzeniowski a su primo en el verano de 1863, es un agujero pantanoso aislado cuyas calles y caminos consisten en troncos de árboles tendidos en el suelo. Las casas y también los palacios de la nobleza de provincias que se construían en tablas pintadas de colores, se erigen sobre postes colocados en medio del lodo. Todo se hunde alrededor, todo se pudre y descompone. Solamente hay dos estaciones, un invierno blanco y un invierno verde. Durante nueve meses desciende el aire glacial desde el ártico. El termómetro se hunde hasta profundidades inverosímiles. Todo está rodeado de una oscuridad inagotable. En el invierno verde llueve sin interrupción. El fango se cuela por las puertas. La rigidez mortal se convierte en un marasmo cruento. En el invierno blanco todo está muerto, en el invierno verde todo está a punto de morir. (Sebald, Los anillos de Saturno, 121–122).

Sebald se ha fijado en el horror presente en este texto, extrae esta descripción de la correspondencia de un desterrado. Pero ¿qué lo ha llevado a buscar semejante testimonio? Leído por contraste con los vocingleros escritores latinoamericanos actuales, tan frívolos y autocomplacientes y triviales, tan de “festival de las letras”, Sebald parece un individuo amargo, desolado, pero sus textos se elevan como reserva espiritual para los escritores auténticos. Leer sus historias desangeladas no reporta ninguna experiencia feliz, más bien resuenan en mi memoria los nombres de los accidentes geográficos del litoral patagónico: Puerto Deseado, Bahía Desesperación, Puerto Desengaño, Fiordo última Esperanza, etc., y la humana penuria que les dio apelativo en el punto álgido de la desolación. Sebald demuestra que se puede escribir sin esperanza y sobre la desolación.

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