CORDURA

A veces resulta difícil reconocer la delgada línea que separa lo real de lo imaginario. A todos nos suele pasar como a Alicia:

Después de un rato, el estrépito fue amainando gradualmente hasta quedar todo en el mayor silencio, por lo que Alicia levantó la cabeza, un poco alarmada. No se veía a nadie por ningún lado, de forma que lo primero que pensó fue que debía de haber estado soñando con el león y el unicornio y esos curiosos mensajeros anglosajones. Sin embargo, ahí continuaba aún a sus pies la gran fuente sobre la que había estado intentando cortar el pastel. Así que, después de todo, no he estado soñando –se dijo a sí misma…– a no ser que fuésemos todos parte del mismo sueño. Sólo que si así fuera, ¡ojalá que el sueño sea el mío propio y no el del Rey rojo! No me gusta nada pertenecer al sueño de otras personas –continuó diciendo con voz más bien quejumbrosa– como que estoy casi dispuesta a ir a despertarlo y ¡a ver qué pasa!

(Lewis Carroll, Through the Looking-Glass (Londres: Penguin, 1998. pág. 205)

Que nos gusta mucho soñar y compartir un sueño (incluso compartir el relato de un sueño, que es una manera muy íntima de que el otro participe de nuestra imaginación) pero no nos gusta nada ser una construcción imaginaria de un deseo que no es el propio, salvo que…, bueno, salvo que queramos para nosotros ese mismo deseo.

Pero cuando eso ocurre nadie actúa como Alicia, no hay quien quiera despertarse, ni estar lúcido o despertar al otro, nadie prefiere estar en su sano juicio. En esos momentos la cordura no tiene ninguna gracia.

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