SAMOTRACIA

Yo vi la Victoria de Samotracia por primera vez en 1967. No estaba expuesta tal como hoy, grandiosa e imponente al final de una escalinata, sino a la derecha de la entrada principal del Museo del Louvre que daba a la rue de Rivoli (?) París era todavía una ciudad sucia y cubierta de hollín, lo que le daba un aire algo triste y, según los barrios, un punto canalla, rasgo que hoy en día casi ha desaparecido detrás de la modernez, el cutrerío multicultural y la cursilería que es consustancial en los franceses. Hacía poco que André Malraux había empezado su campaña para que la ciudad recuperase la condición de ville-lumière por el simple procedimiento de prohibir las calderas y las estufas de carbón y blanquear las fachadas. Así la vemos hoy. Como una adolescente en primera comunión.

Es curioso este amor que se despierta en los hombres de Estado por algunas ciudades. Pienso en los Papas que concibieron la Roma barroca como un inmenso escenario y lo llenaron de detalles coquetos; en la Barcelona posolímpica de Bohigas y Maragall; y en Chicago y Venecia, que no ocultan su vocación de ser las más bellas; y en el San Petersburgo que Pedro II encargó a Rastelli y que este edificó como una ciudad italiana bellísima que ni siquiera la brutalidad de los bolcheviques o las bombas de los alemanes durante los asedios de la segunda guerra consiguieron dilapidar. Podría parecer que estos proyectos urbanísticos solo se realizan pro maior gloria de quienes los impulsan pero, a despecho de los inevitables intereses vicarios con los que suelen venir acompañados, yo creo que en el fondo están inspirados por un amor auténtico.

(Nunca entenderé a quienes niegan la posibilidad de un amor auténtico. Y no digamos, a quienes renuncian a él.)

Por una circunstancia casual que no viene al caso he vuelto sobre las muchas imágenes disponibles de la Victoria de Samotracia que se pueden hallar en Internet y la variedad y abundancia de las tomas y los puntos de vista repertoriados por el archivo me ha permitido descubrir, en ese prodigio de líneas curvas compuestas sobre un bloque de mármol, un detalle en el que nunca antes había reparado: la morbidez del vientre de la diosa, cuya delicada turgencia permite apreciar la belleza del ombligo perfecto, rasgo que da a la Niké ese  toque de feminidad que los griegos clásicos y helenísticos solían omitir en sus efigies femeninas que, de tanto que se asemejan a los efebos, casi parecen un pretexto para hacer elogio de la androginia y el homoerotismo.

Mira con cuidado: contra lo previsible, el vientre de la Victoria de Samotracia no es el de un andrógino sino un vientre de mujer. No es un vientre de guerrero, preparado para recibir golpes y soportar las inclemencias, sino un vientre voluptuoso, para ser acariciado.

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