ENCONTRARSE

Toda elección de objeto empieza siempre como un equívoco que está ya planteado en la determinación de la preferencia. El sujeto tiene la impresión de que va al encuentro del objeto como el dardo que se clava en el blanco, el arpón certero del pescador que atraviesa el pez o la estocada que define un lance en la esgrima, etc., pero lo que en verdad sucede es lo contrario. El objeto llama a la sensibilidad del sujeto; y así cobra sentido que los griegos hablaran de Kallias para referirse a la belleza objetiva pues, en efecto, Kallias procede del verbo kalleín, que quiere decir “llamar”. Los griegos expresaban con bastante rigor la manera como actuamos delante de lo que juzgamos bello y habían comprendido que sentirse atraído por algo es casi lo mismo que acudir a un llamado.

Sin embargo, la reflexión sobre la elección de objeto no hace justicia a su fenómeno. Dice que ha sido la sensibilidad la que ha escogido a su objeto; que éste es pasivo e indiferente, que el sujeto ha satisfecho el mandato de su gusto propio por efecto de una misteriosa inspiración; equívocos a los que siguen un montón de enigmas falsos que sirven para mantener ocupados a la mayoría de los estetas y a la nutrida hueste de filosofantes que se ocupan de la estética. Pero el fundamento y la razón de la elección de objeto nunca es nuestra supuesta “capacidad sensible” sino, probablemente, cierta secreta afinidad entre el objeto y el modo como estamos en el mundo, que nos hace apreciarlo y acudir presurosos a su llamado. Así lo intuyó Plotino cuando advirtió que lo bello está, primariamente y sobre todo, en la mirada que descubre la belleza allí fuera. Plotino pensaba que toda belleza “descubierta” revela la belleza del alma que la descubre, que vemos algo bello allí fuera porque, en rigor, lo tenemos dentro. Por consiguiente, intuye que lo bello tiene que estar en la mirada, de lo contrario no se puede explicar por qué eso que en un primer momento nos gratifica o nos complace, de pronto deje de hacerlo y acabe resultándonos indiferente o incluso, que nos rechace. Que algo nos guste no es tan misterioso como que eso mismo que nos complace nos haya dejado de gustar y, no obstante, el objeto sea siempre el mismo objeto durante todo ese proceso.

Aún más maravilloso es el encuentro entre dos seres humanos (dos sensibilidades). Cuando se reconocen y se aprecian y (dícese) que gustan el uno del otro, ambos sienten como que acuden al llamado del otro y, en esas circunstancias, son a la vez sujeto y objeto de su semejante; o, como lo describe Baudelaire, sus ojos se reflejan en los ojos del otro como dos espejos colocados frente a frente. Así planteada, cuando escogemos al otro en el encuentro, la elección es absolutamente segura: asombrosa confianza que nos asalta en el reconocimiento y que suele experimentarse como flechazo en el enamoramiento

(Aunque, cuánto mejor sería poder prescindir de este término periodístico: “flechazo”í…)

pero que también se da en las otras formas del amor. Por ejemplo, en la admiración, en la amistad, en la adopción como propio del pensamiento del otro cuando éste parece coordinarse armónicamente o converger o asentir sin fisuras con el nuestro, sin necesidad de persuasión o de argumento, sin que medie proceso de convencimiento alguno. Y, por supuesto, en la música, cuando dos intérpretes se encuentran en la ejecución de una misma pieza que nunca antes habían interpretado juntos.

La literatura erótica suele presentar el escenario de este encuentro como un lance sexual; y a menudo la unión sexual, cuando está inspirada en este encontrarse entendido como descubrimiento mutuo, mucho se parece a un pas-de-deux o a una canción bien entonada a dúo. Pero el encuentro de dos nunca es sexual. En el sexo hay iniciación o corrupción; o sometimiento. La relación sexual es siempre una relación de poder donde solo existen los desencuentros.
Mejor entonces la literatura: Flaubert, por ejemplo, describe ese acontecimiento único que es el encontrarse de dos seres humanos en los pasajes en que cuenta cómo Bouvard y Pócuchet se (re)conocen entre sí y, tras el primer contacto, al que sigue una larga sucesión de conversaciones sentados a una mesa (y después otra y otra más), llega el momento en que comprenden que ya nunca se separarán; y acaban por consagrarse el uno al otro. Como en los inolvidables personajes de la novela de Flaubert el encuentro de dos seres humanos –doble elección, determinación recíproca, reconocimiento– es un acontecimiento extraordinario y, probablemente, la única experiencia cabal de certeza que, por lo tanto, resulta inexpugnable para la razón; porque lo que esos dos seres sienten está más allá (o es un límite) de lo racionalizable: “No só qué me pasó: te ví”; y, como respuesta, una confesión: “Sí; y yo sentí que me habías reconocido.”

Y lo menos razonable de todo es que ni una ni la otra pueden desmentirse.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.