RECORDAR

Una cualidad significativa de los recuerdos es la afinidad que guardan con el sujeto que recuerda. Como es sabido, ninguna reminiscencia es literal u objetiva. Recordar no se parece en nada a tararear o silbar una melodía conocida y tampoco a recitar unos versos de memoria. Cuando recordamos algo partimos primero de lo que estamos sintiendo para luego ocuparnos de los detalles de la escena rememorada, de los personajes que intervienen en ella, de los olores, de las cosas y del ambiente que las rodea. La célebre secuencia de la Recherche que desencadena la memoria del narrador a partir del aroma de una magdalena es tan inolvidable (por ocurrente) como falsa. La conexión con el pasado se establece a partir de un pathos al que siguen –si la pulsión de recordar es lo suficientemente fuerte– los demás hitos de la memoria que, a su vez, consiguen enriquecer la imagen de lo recordado.

Pero si el motor del recuerdo es algo patético o, mejor dicho, si todo recuerdo es, en un comienzo, puro pathos mnemónico entre situaciones patéticas, ¿cuál será la razón por la que nuestra memoria guarda tantas versiones diferentes de lo mismo? Cada recuerdo es una experiencia nueva, hasta el punto en que resulta casi imposible recordar una misma circunstancia de idéntica manera. Esto probablemente se debe a que cada recuerdo es el producto de un pathos de algo presente que enlaza con algo afín en el pasado, de tal modo que llamamos “recordar” al modo como se establece ese enlace; pero como el presente es así de inestable y tan frágil, por más que los recuerdos traten de lo mismo, acaban por hacerse irreductibles entre sí y nunca recordamos lo mismo acerca de una misma cosa.

No existe una memoria perfecta y esta desventaja relativa, que puede incluso resultar trágica, nos lleva a emplear lo que desde hace algunos siglos (no muchos) se ha llamado imaginación, la facultad reina para los filósofos modernos, que tiene como principio motor la imperfecta memoria. No podríamos crear mundos nuevos, ideas o lugares o acciones imaginarias si estuviéramos obligados a recordar siempre lo mismo y de la misma manera. El mundo creado a partir de una memoria infalible sería siempre el mismo.

(Un peñazo tan peñazo como el presente.)

Pero atribuir “creatividad” a la imaginación en el sentido de una potencia es incorrecto puesto que la única “creatividad” agente, sea lo que sea eso, es la propia memoria en acción. Por eso toda comparación de la memoria humana con la memoria maquínica, además de improcedente, es una estupidez. El mecanismo del recuerdo no consiste en traer lo pasado a lo presente por vía de una repetición sino en ejecutar toda una gama de procesos cognitivos, de juicios veleidosos y falaces, a menudo muy torpes, que empalman con otros recuerdos. Así ocurre al recordar un episodio del pasado, pero así también al intentar trasladar al papel el contorno de una figura para dibujarla, acción en la que, por supuesto, también interviene la memoria. Y se da la paradoja de que, cuanto más potente es nuestra capacidad de recordar, más flagrantes son los errores del recuerdo y más “olvidadizo” y torpe resulta el memorioso.

(¿Será esto lo que quería decir Borges cuando afirmaba que un recuerdo lo es siempre de otro recuerdo?)

Sin embargo, aún no he dilucidado la naturaleza de la afinidad que guarda el sujeto con lo que recuerda. Admitido, el carácter veleidoso de la memoria aunque sea por experiencia, hemos de asignarle una razón. Fuera del afecto impreso en el recordar mismo ¿cuál podría ser esa afinidad? Si nos atenemos al consejo que se suele dar a quienes han sufrido una circunstancia funesta o han experimentado una gran pérdida –“Hazme caso, conténtate con guardar de la persona (o de la cosa perdida) un buen recuerdo, tenla siempre en tu memoria”– parece claro que la línea de fuga a la que conducen todos los recuerdos es la muerte.

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