SUPERMERCADO

Una parte de nosotros nos enorgullece y otra parte nos da vergüenza. A veces, sólo nos apercibimos de este contraste incómodo e irresoluble en el contexto de alguna situación moral, digamos, cuando se nos requiere un gesto de nobleza o de desprendimiento, un acto de humildad o de arrojo; y sobre todo cuando no somos capaces de realizarlo. De ahí que muchas veces se confunda la culpa con la vergüenza.

Cualquiera que sea nuestra fibra íntima, estamos hechos de materia noble y de valores elevados, y junto con esta sustancia que en alguna ocasión nos enaltece y en otra creemos que nos define cabalmente, convive otro individuo, que es basto, rastrero, miserable.

(Oh, la fábula de Stevenson y su sabio pietismo escocés.)

Es muy fácil comprobarlo, o incluso ponerse a prueba. Se puede ser un hombre muy listo y al mismo tiempo un imbécil, como el Príncipe Mishkin.

Ayer en el supermercado sufrí el conflicto de nuestra doble naturaleza; y en toda su cruda realidad. Los pasillos estaban a rebosar de consumidores de toda laya, muchos de ellos acompañados por sus hijos pequeños, sus mujeres, sus cuñados y cuñadas, suegros y suegras, a los que se añadían los miembros del matrimonio amigo, sus hijos pequeños, sus cuñados y cuñadas, suegros y suegras. Iban inquietos y ansiosos ante la perspectiva del fin de semana largo y los niños corrían por los corredores del coso de compra, excitados por la doble densidad que formaban la masa y los artículos expuestos; aullando y tocándolo todo al compás de las guitarras eléctricas que sonaban a toda potencia por los altavoces (Lou Reed, Cobain poco antes de suicidarse, Freddie Mercury cantando en su agonía de enfermo terminal de SIDA una lúgubre letanía contra su condición de simulacro, etc.), intercaladas con los llamados a una u otra sección o los anuncios de ofertas de ferretería, de confección, de muebles de jardín o de estropajos. Ayer fue uno de esos momentos de horror; y lo más horroroso eran los niños. A la vista de aquella turba, la paternidad, el acto de la procreación, la decisión sagrada de formar una familia enseñaba su lado más inconfundible, su aspecto más vulgar.

(Todos somos vulgares y, desde luego, no solamente en el retrete.)

¿Qué diferencia real me separaba de aquella turba? Empecemos por la diferencia imaginaria nacida del amor monstruoso de una madre; pero además estaba la diferencia circunstancial: yo estaba allí solo, sin mis hijos, pero al mismo tiempo yo había tenido el mismo propósito que aquella gente, había hecho lo mismo que ellos, había suscrito el Ideal de la Procreación, había sucumbido a la ideología de la Familia, probablemente porque necesitaba ver sublimados mis sentimientos. La familia tiene esa cualidad única, la de articular nuestra naturaleza agonística con la puesta en un escenario de nuestra sentimentalidad, que es lo que hacen las soap operas y los llamados culebrones. Los psicópatas y los incestuosos son igualmente sentimentales y la familia, por otra parte, está para amar y para pelear. Por eso todas las psicopatías remiten a un drama familiar y todos experimentamos los primeros sentimientos apasionados de forma incestuosa.

El supermercado estaba a rebosar de pequeños aprendices de perversos incestuosos sentimentales. ¿Haber sucumbido al proyecto de formar una familia había sido entonces mi lado vulgar? ¿Sucumbir? Yo lo recuerdo como una decisión autoimpuesta y libremente elegida por mí. Pero seguramente me equivoco.

Llegué de vuelta a casa presa de una gran inquietud, pensando que todo a mi alrededor ocurría por necesidad, que el azar era una ilusión inmerecida y que en ningún hecho del mundo había propósito humano que lo legitimase. Ni siquiera mi propio deseo –me dije– era en el fondo deliberado o voluntario. Si me atraía tu olor, o el tacto de una tela muy rugosa o el color de tus ojos cuando se ponen acuosos, en realidad todo se debía a una determinación química, hormonal, al choque recíproco de las moléculas o al juego de las enzimas; o quizá a algún dios oscuro o matemático que se divierte, escondido entre las partículas que forman mi cuerpo. Todo eso me pareció de repente muy verosímil, algo fuera de discusión. Me dio por pensar que la sola posibilidad de concebir algo como casual era una patraña, que cada vestigio del paso del cuerpo por el mundo tiene, siempre ha tenido, una razón y una causa determinante: la lengua que usas, el tipo de café que más te gusta y que pones cuidado en escoger cuando haces la compra en el supermercado, la forma que tienes de arrugar la almohada cuando te dispones a haraganear en la mañana del domingo, el ruido que hacen tus bronquios cuando te ríes; todo eso y más, todo ha sido dispuesto para ti, pero sin contar contigo. Y me dio por ponerme determinista, en un arranque de bobería científica, como uno de esos Demócritos redivivos que tanto abundan en estos días: lo vi todo dispuesto, fijado, ordenado, previsto para ser así y no de otra forma. De pronto pensé que mi profesión o que el número de mis hijos o la manera de peinarme hacia un costado, de izquierda a derecha y no de derecha a izquierda, se debía a otra voluntad, a un designio que me está dado asumir pero que nunca habré de conocer o de comprender. Y me vi como esos insectos torpes que aparecen de golpe en la bañera y que liquidas de un gesto con sólo abrir el paso del agua y pensé que para ese insecto la causalidad de mi gesto omnipotente era ciega –aún más horrible– e indiferente de mí y de todos los demás porque no tiene cómplices y nadie se preocupa de buscarlos.

O sea, perdí de golpe el sentido de lo que llaman Libertad, pero no la lucidez de registrar la pérdida y comprendí que, por ese camino, acabaría no encontrando sentido en nada: me pareció absolutamente cierto que yo no era libre –al copular, al dejar transcurrir el tiempo, en la espera de la muerte o en la muerte de los otros– y saberlo con tanta seguridad me produjo una tremenda angustia. Qué tontería, incluso llegué a pensar que esa conclusión –¿o era el comienzo de un razonamiento insoslayable?– me convertía en una especie de mártir.

Y así, convencido de que era un mártir entré a tu casa y me recibiste haciendo crujir el cuero de la butaca al levantarte. Alguien estrechó mi mano y me enseñó una cara plácida y recién bañada y vi acercarse a nuestro grupo a una mujer con un gran collar de ámbar y pensé que ella también estaba determinada.

Todo lo demás fue seguir la conversación. No hubo más.

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