EN LAS NUBES

En ese libro de iluminado, supuestamente escrito bajo la influencia de Lewis Carroll, pero que en realidad parece salido de un largo rush de anfetaminas (Lógica del sentido. Traducción de Angel Abad. Barcelona: Barral, 1971), en la Décimoctava Serie: “De las tres imágenes de los filósofos”, Gilles Deleuze recuerda que debemos a un prejuicio o capricho platónico-socrático la representación del filósofo como alguien que tiene la cabeza en las nubes; y observa que lo propio de los científicos es recordarle a los filósofos su extravío y la necesidad de que el pensamiento baje de una buena vez de las alturas y camine con los pies firmes sobre la superficie de la tierra.

Es extraño que un individuo tan inteligente como Deleuze no reparara que no solo una sino las dos alternativas son tópicas, como lo es la fórmula de Adorno que usamos en Las Nubes. ¿Qué tiene de original el sanchopancismo científico –que en catalán se traduce con la típica llaneza de los mercaderes: pensar de peus a terra? ¿Acaso estamos más cerca de la verdad si nos desplazamos por la superficie de las cosas, como las cucarachas o como la serpiente del Jardín del Edén? La inversión del platonismo que propone Deleuze parece una doble negación: ni el idealismo (esa “enfermedad de la filosofía”, dice) que remonta el pensamiento a vertiginosas alturas ni el descenso a las profundidades de lo que hay, que proponen los fenomenólogos y los psicoanalistas. Una filosofía de mate y alpargatas, como la de sus admirados cínicos y estoicos, una filosofía como la suya, hecha de ocurrencias y de boutades, que puede resultar atractiva leída en su prosa anfetamínica o reproducida en las crónicas de Diógenes Laercio pero que da vergüenza cuando la leemos entre sus jóvenes (y no tan jóvenes ya) acólitos, epígonos y admiradores.

O repelús, cuando se traduce en defensa de la ramplonería; por ejemplo, entre los antifilósofos de Oxford (Austin y compañía).

Desde mi nube, encerrado entre algodonosos vapores, me da por pensar que quizá el pensamiento no tenga (ni tenga por qué tenerla) una fórmula optativa u opcional excluyente; que To everything there is a season y que hay momentos en que es preciso sumergirse y otros en que se trata de volar en globo para dejar abajo la trivialidad de los hechos y los compromisos con lo real aparente; y otros, al fin, en que no hay más remedio que revolcarse en el fango o, simplemente, hacer cuentas y estadísticas como los científicos. Quizá la disciplina aconsejable sea la de Kierkegaard, que reconocía al librepensador como ese que está siempre “antes de la alternativa”.

(En cualquier caso, yo prescindiría de la propedéutica filosófica, cualquiera que sea, y no daría tanto crédito y relevancia a las propias palabras.)

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