HACER FILOSOFÍA

Cuando descubrimos una mentira –tanto da que el descubrimiento se realice al final de una larga investigación o de improviso, tras un momento de gracia o de lucidez– damos por cierto que la mentira es lo opuesto a un estado de cosas verdadero. A veces el descubrimiento nos alivia o nos libera; otras veces nos sume en una grande o pequeña desesperación; pero la revelación de una mentira no siempre establece su opuesto o su alternativa como verdad. Con mayor frecuencia la determinación de la mentira da lugar a nuevas incertidumbres. La mentira revelada no siempre nos recompensa con una verdad sino, cuando mucho y cuando mejor, con algo que adquiere un sentido que antes no tenía. La confusión de ese sentido sobrevenido con la verdad es harto frecuente pero, de nuevo, lo más probable es que la confusión dé pábulo a una nueva mentira que tarde o temprano tendremos que desentrañar.

Deberíamos ser más prudentes. La verdad y la mentira tienen existencia efectiva pero solo como atributos posibles de la enunciación en el marco de un contexto comunicativo. Solo existen proposiciones verdaderas o falsas, o bien estados del mundo que se comunican solamente por medio de proposiciones, estados de cosas que se dan o acontecen porque podemos hablar acerca de ellos. Que el mundo en cualquiera de sus estados sea verdadero o falso es imposible de determinar –de lo que, por desgracia, da cuenta nuestra fantasía y, sobre todo, la literatura, que enseña un tipo de experiencia del mundo en la que justamente la diferencia entre enunciados verdaderos y falsos resulta irrelevante. Por lo demás, ninguna proposición verdadera se traduce en certeza, nunca estaremos seguros ni tendremos certeza alguna de cuál pueda ser el estado real del mundo.

¿Qué nos queda pues? El sentido. Y la capacidad de generarlo. Pero el sentido no es noético y tampoco es un capricho de la consciencia, sino que es noemático (y pido sinceras disculpas por la pedantería). Por decirlo así, nos va la vida en ello y, por eso mismo, no es una simple interpretación. Digámoslo así: las cosas adquieren un sentido

(“Ah, o sea que era mentira…”)

pero esa nueva condición no depende exclusivamente de nuestras facultades afectivas e intelectivas. Si fuera así ningún sentido sería comunicable; peor aún, todos los sentidos serían igualmente razonables y correctos, como el gusto para David Hume. No ocurre así. El descubrimiento de una mentira enseña que un estado de cosas posible era otro, que no era ese el sentido que tenía una serie de acontecimientos, que era otra cosa o que estaba en otra parte o no era así.

Por añadidura, esa experiencia reveladora nos enseña que unos sentidos predominan sobre otros, que se imponen sobre nuestras facultades sensibles e inteligibles y que ese poder del sentido demuestra que tiene (nueva pedantería) fundamento trascendental. Es como si, por decirlo así, estuviéramos metidos en un juego donde intervienen muchas piezas en el que nosotros y las demás piezas seguimos unas reglas que hemos consensuado en su formulación pero no en el modo de seguirlas, de tal manera que cada pieza del juego sigue las reglas a su manera, de lo cual resulta que todo sentido –la manera de seguir la regla– es un estado del juego, pero la totalidad de las jugadas posibles no nos da ningún sentido final, ninguno que sea definitivo.

La filosofía no tiene nada que ver con la verdad ni con la ficción sino con el sentido (o los sentidos) que, en virtud de su autonomía trascendental, nos revelan lo que el mundo es: lo que pasa o lo que pasó, lo que tú me hiciste, lo que cabe esperar que pueda suceder, lo que significa un acontecimiento.

¿Y cuánto de real tiene un sentido tan comprometido con la voluntad de poder de cada uno; mejor dicho, con la voluntad de poder sin más? Vaya uno a saber… Pero para intentar saberlo es para lo único que tiene sentido hacer filosofía.

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