UN JEFE

Unos días antes del operativo hubo una reunión preparatoria en una parroquia del centro, muy cerca de la Diagonal Sur. Él asistió junto con sus dos compañeros más allegados, Pancho y Marcos, pero había unos cuantos más que apenas conocía. De algunos había oído hablar, pero la mayoría eran unos desconocidos. A él le parecía que asumir un riesgo al lado de compañeros desconocidos era una empresa aún más difícil que el riesgo en sí; y tenía además un atractivo especial: por primera vez sentía que por el solo hecho de participar en esa acción se incorporaba anónimamente a un movimiento social de alcance y dimensión imprevisibles pero que –de eso estaba ya seguro– haría historia.

Al llegar a la iglesia los atendió un cura joven de aspecto desaliñado y los hizo pasar con sigilo a una sala que tenía todas las trazas de servir habitualmente para las clases de catecismo. Era un sitio austero, sin ventanas y decorado pobremente, con una larga mesa desnuda en un extremo y algunas sillas de colores gris y pardo desparramadas por los rincones. Olía a jabón barato y en las paredes alguien había colgado sin ningún orden ni criterio unas plegarias enmarcadas: en una de ellas se leía una oración dedicada a la Virgen María y la otra era una estampa del Sagrado Corazón de Jesús igual a la que colgaba de la pared de su cuarto en casa de sus padres. La había puesto allí su madre, que no tenía nada de piadosa pero sí mucho de supersticiosa autoconsciente. Se suponía que esa estampa habría de servir como divinidad protectora de él y de su extravagante hermano menor, pese a que ninguno de los dos había demostrado poseer sensibilidad religiosa alguna. Sin embargo, encontrarla en ese lugar y por casualidad le pareció un signo de buenos auspicios; y así le sucede cada vez que por una razón u otra vuelve a dar con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús dondequiera que la encuentre. Esa estampa confirmaba las muchas afinidades que guardaba la educación familiar recibida de su madre con la imaginería italiana, sensiblera y devota hasta la superstición; y, por otra, lo remitía a algunas de las taras y tribulaciones sentimentales que compartía con su hermano menor.

La imagen del Sagrado Corazón de Jesús lo muestra como una figura de género indeterminado, un andrógino delicado, de ojos tristes y entornados, envuelto en una túnica de un rosa virginal y tocado con una larga cabellera femenina que le cae por los hombros. Siempre le había resultado inquietante la mínima masculinidad de ese Cristo, que apenas se lo reconoce como varón por la barba adolescente que le corre por el bozo, las mejillas y el mentón y que no obstante, al combinarse con las manos delicadas, le da una sugestión y una ambigüedad casi diabólicas.

El pecho abierto deja a la vista el corazón: Cristo lo lleva en la mano izquierda, mientras con la derecha lo enseña (¿o lo ofrece como una prenda?). Es un corazón alado (aventurero), lastimado por la ristra de espinas y coronado por la cruz, un corazón sacrificial y sacrificado, que resplandece –o sea que no puede ser pasado por alto– y que tiene algo de obsceno porque está desnudo; aunque su desnudez sobre todo hace que parezca muy frágil e indefenso. La mirada del Jesús de la estampa podría ser neutral, pero no lo es. Acompaña al gesto, expresa un “Aquí me tienes, abierto de corazón”; o bien, “Yo soy de los que llevan el corazón en la mano”. En alguna medida, durante toda su vida él siguió ese ejemplo. ¿Cómo pudo pensar su madre que semejante imagen podía protegerlo? ¿No hubiese sido mucho mejor un Pantocrátor o un Jesús colérico expulsando a los mercaderes del Templo? El Sagrado Corazón le recordaba además a un cuento que su madre solía repetir y que a él le producía auténtico espanto. El cuento decía así: había una vez un joven que se enamoró perdidamente de una mujer maligna y despótica que le pedía constantemente pruebas de amor. Como siempre estaba insatisfecha y ninguna prueba le resultaba suficiente, un día la pérfida mujer reclamó de su enamorado: “Si me quieres de verdad, tráeme el corazón de tu madre”. Cegado por su pasión, el joven hizo lo que se le pedía, mató a su madre y le arrancó el corazón con un cuchillo y salió corriendo para entregárselo a su amada, pero en el camino tropezó y el corazón se le cayó de las manos. Cuando se disponía a recogerlo, oyó la voz de su madre que le hablaba desde el corazón y le decía: ¿”Te has hecho daño, hijo mío?”

Cada vez que escuchaba ese cuento, la inverosímil abnegación de la madre le parecía tan cruel como la codicia amorosa de la mala mujer y de algún modo se veía representado en la situación tal como lo ilustraba la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, como uno que va por la vida con el corazón en la mano, o como uno al que es muy fácil arrancarle el corazón.

De todas formas sus ojos enseguida dejaron de ocuparse de la estampa del Sagrado Corazón y observaron un tablero de madera pegado a la pared de la sala parroquial donde, apuntados en unos papeles gastados, estaban los horarios de las clases, las listas de los catequistas y los turnos para la Confesión. Se fijó en los nombres de los sacerdotes y le llamó la atención que todos ellos eran referidos por sus nombres de pila: Padre Esteban, Padre Mariano, Padre Damián. Quizá uno de ellos había sido el que los había recibido. Tuvo un momento de pudor.  A él, que solo conocía las iglesias por haberlas visitado como un feligrés cualquiera y de la mano de su abuela cuando lo llevaba a la parroquia de Santa Julia en el barrio de Caballito, haber ingresado a la trastienda de la iglesia le parecía una especie de profanación.

Pasó un buen rato antes de que comenzaran las conversaciones puesto que por razones de seguridad se había dispuesto que los asistentes entraran de dos en dos para no llamar la atención. ¿Cuántas horas de preparación y conciliábulo habían sido necesarias para organizar el encuentro? Imaginó las deliberaciones entre los católicos que la habían convocado y los sacerdotes de la parroquia. Los argumentos de los militantes y la renuencia de los padres. ¿O no había sido al revés? ¿No sería que la reunión y el operativo y la convocatoria clandestina habían sido una idea de los curas?

Echó un vistazo a los asistentes. Había entre ellos tres grupos muy distintos. Estaban él y sus dos compañeros más próximos: Pancho, que se había unido a la Federación Juvenil Comunista cuando era un adolescente y ahora era un apóstata del P.C. y Marcos, que mantenía una independencia irreductible frente al Partido sin por ello dejar de presentarse como de izquierda. Al primero lo unía una camaradería de hecha de lecturas y apasionamientos que no distinguía demasiado entre las ideas o el gusto por las mujeres; y del segundo, que él había conocido hacía muy poco, admiraba la precisión que empleaba para ordenar sus pensamientos y los de los demás con la ayuda de su poderosa memoria organizada. Él siente un respeto especial por las personas de buena memoria y desprecia a los olvidadizos.

En la reunión participaban además algunos trotskistas que conocía por nombre y de lejos pero que no sabía que estuviesen vinculados a la militancia semiclandestina en la que él y sus amigos empezaban a involucrarse. Y, por último, había unos desconocidos que formaban el grupo más numeroso y que Marcos y Pancho miraban con recelo porque –aseguraban– procedían de la derecha católica, nacionalista y ultramontana.

Nunca hubiese imaginado que hubiera militantes católicos revolucionarios; y, de hecho, sus nuevos compañeros tenían algo de anómalo: nada de barbas ni melenas sino el pelo cortado muy corto; y ninguno de los atributos por los que se reconocía a los activistas juveniles, incluso alguno había con bigote y ademanes de cadete del Colegio Militar. No mostraban signo alguno de afabilidad o de confianza hacia los demás, pese a que todos los que estaban allí habían llegado por su propia voluntad y se suponía que actuaban de común acuerdo en participar del operativo. Por lo demás, parecían unos tipos muy serios y circunspectos. Reconoció a Tato, sobrino de un crítico de cine del diario La Prensa; Alberto, un tipo huesudo y alto con la típica mirada triste que dan los ojos cuando apuntan hacia abajo; y a Pepe, el más fornido, de mejillas fuertes y oscuras y gruesas patillas, el pelo crespo endurecido por la gomina y peinado para atrás. De él decía Marcos que “era un buen Seis”, lo que significaba que, a su juicio, la inteligencia de Pepe solo le alcanzaba para servir como zaguero central izquierdo en un equipo de fútbol; y Fernando, un rubio alto y de aspecto torvo y huraño que no intervino en la reunión, pero que debía tener autoridad en el grupo porque, aunque permanecía apartado y callado en las discusiones, daba órdenes entre susurros a sus compañeros.

El más activo y el que parecía haber asumido la organización del encuentro era uno que llamaban Gustavo. Era bajito, con un aire como de petimetre, vestido con un traje Príncipe de Gales con chaleco, lo que le daba un aspecto como de empleado de los Tribunales o, cuando mucho, de estudiante de Derecho. Gustavo hablaba con una voz aguda y prepotente y se movía en medio de la sala con energía, dando unas largas zancadas con los pies muy abiertos, el pulgar de la mano izquierda en uno de los flancos del chaleco y la mano derecha señalando en el espacio la posición que, a su juicio, debía ocupar cada grupo de acción en el operativo.

Mientras Gustavo repasaba los detalles de la operación él tuvo por primera vez la impresión de estar encuadrado en una unidad militar.

Según se desprendía de la larga intervención de Gustavo, el operativo estaba ya diseñado y dispuesto; lo único que era preciso añadirle era la decisión y el compromiso de realizarlo. Al final, Gustavo  improvisó una breve arenga acerca de los motivos que había reunido a todos los asistentes allí. Usó las expresiones habituales: “la causa popular”, “la lucha contra la dictadura”, “el pueblo”, “nuestra patria” y explicó primero las razones del encuentro y la importancia de la iniciativa, que todos los asistentes habían asumido con objeto de formar un solo cuerpo. En ese momento, la expresión de Gustavo adquirió tintes mesiánicos, pero de aquella arenga las únicas palabras que a él le resonaron dentro fueron “sacrificio”, “disciplina” y, sobre todo, “decisión”. En el fondo las razones le parecían secundarias, lo importante era la voluntad de llevarlas adelante como fuera.

Los católicos habían elaborado la acción con todo cuidado. Habían diseñado el escenario, calculado los tiempos y estimado el plazo en que, iniciada la acción, llegaría la policía y habría que emprender la retirada, para la cual tenían previsto un equipo que llamaban “de seguridad”. En la valoración de las incidencias hablaban ya de “bajas” o de “caídos” pese a que nadie preveía que en todo aquello hubiese riesgo de muerte. Le gustó ese lenguaje. La llaneza del programa se correspondía con la voluntad y la decisión de ejecutarla. Le gustó la manera en que los católicos defendían su propuesta y ni siquiera se sorprendió cuando Gustavo sacó del bolsillo del chaleco un silbato y, con un gesto de oficial al mando los instruyó:

–Una vez que cada uno haya ocupado su puesto –y sopló el silbato– empezamos; y cuando oigan –y volvió a soplarlo dos veces– nos retiramos. ¿Alguna pregunta?

Nadie respondió; y casi enseguida agregó:

–Muy bien, está claro que este operativo necesita de un jefe; así que, si ustedes no tienen inconveniente, voy a ser yo.

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