UNA FOTO

Apuntó la cámara hacia Marbot y al verse encuadrada para el retrato ella enderezó el tronco y echó instintivamente la cabeza hacia atrás mientras calaba con fuerza el cigarrillo. Sin embargo, el ángulo de la toma no la favorecía. Sus dedos pequeños sujetaban con pericia el cigarrillo –“cigarro” lo llamaba ella–; y aunque su gesto estaba pensado para parecer elegante, dejaba a la vista la horrible verruga en el dedo índice y conseguía el efecto contrario: más aún, estropeaba lo que él había querido retratar. De pronto se había convertido en una mujer adusta y demasiado circunspecta y Marbot no era así (¿O sí? ¿No sería que él simplemente la reinventaba cada vez que la miraba?). Muchas veces había visto en las facciones de ella trazas y muecas inesperadas, como cuando arrugaba la frente y el ojo derecho se le desviaba hacia afuera y el rostro se le ponía torvo, con un aire medio canalla. Es verdad que gesticulaba mucho y, como casi todo el mundo, parecía estar compuesta de partes inconexas, pero en Marbot la relación entre partes resultaba tan asimétrica que era casi imposible prever cuál de sus muchas máscaras habría de quedar fijada en la foto.

O quizá Marbot tenía un doble siniestro y él no era capaz de verlo, porque solo percibía su deseo de ella.

En cualquier caso, no le gustó lo que vio a través del objetivo; y no obstante, disparó la foto; total, cualquiera que fuese el resultado, no pensaba conservarla. Desde hacía un tiempo prefería no acumular fotografías; había llegado a la conclusión de que a las fotos les estaba deparado un destino banal. Ese retrato fallido o cualquiera de los centenares de fotos que guardaba en casa, si conseguían sobrevivir al cabo de cien o ciento cincuenta años, acabarían puestos a la venta en una caja de zapatos sobre la mesa de algún mercadillo de antiguallas. Vio su propio retrato junto al de Marbot en el mercadillo y sintió vértigo: pensó en su intimidad expuesta como una colección de sellos o de medallas oxidadas y sucias; y ese destino le produjo más espanto que la incertidumbre sobre su propio cuerpo muerto o sobre el lugar al que irían a parar sus anotaciones íntimas. Estaba totalmente seguro de que él no estaría en su propio cuerpo cuando éste entrara en descomposición y menos aún que seguiría presente en la suma de sus garabatos, porque la escritura, a diferencia de la voz, nace muerta y así permanece; y solo renace con otra voz en la lectura que de ella hacen los otros. En cambio, todo el mundo está en una foto, hecho que además de inspirarle pavor, solía dictarle un irreprimible recato en el momento de posar para un retrato, sentía una extraña responsabilidad hacia sus gestos delante de una cámara; y no era simple coquetería. Como Marbot, él también se ponía solemne y ajeno e impostado y se tomaba muy en serio para salir en la foto.

Seguramente esa aprensión ante la mirada asesina de una cámara es lo que llaman «timidez frente al objetivo», sentimiento que los actores y actrices y algunos políticos, sobre todo si son muy notorios, no tienen; lo que es lógico, puesto que ninguno de ellos es del todo auténtico. En cambio para los demás posar tiene algo de trascendente puesto que cada uno sabe que la foto habrá de revelar un aspecto esencial de sí mismo, que sacará a la luz algo que debería haber permanecido oculto: el alma propia (o su sombra) o –quizás– la ausencia de alma.

¿Qué es una foto? Una fracción del movimiento que se paraliza cuando los haces de luz que generan la imagen al rebotar sobre los cuerpos dejan su huella sobre un material sensible o informan el algoritmo simulador que producirá la imagen digital. Y algo más: la foto es una paradoja de la física en la medida en que da presencia a lo que no tiene lugar porque, en rigor, no acontece. En la naturaleza no hay nada quieto. Por muy concentrada que sea la atención que prestemos a un instante, nunca alcanzaremos la precisión indefinida que practica la fotografía y que nos permite captar el movimiento detenido en la placa fotográfica o en la toma digital. En condiciones normales nuestra atención está distendida sobre la secuencia observada y se dispersa, mientras que la toma fotográfica convierte un instante cualquiera en el momento pregnante que describía Lessing: entre la ocasión crucial que anticipa la toma y la que se funde con el acontecimiento inmediatamente siguiente. En ese instante tiene lugar una presencia que adviene casi como una epifanía.

En la foto se hace presente algo y tanto da que esa presencia se nos haga patente en un daguerrotipo rudimentario o en un sofisticado holograma como los que generaba La invención de Morel. La técnica no varía la naturaleza de esta presencia fantasmal. No importa que el hieratismo de la pose o que el corte abrupto de la instantánea trasponga los pulsos del cuerpo, la agitación de la sustancia viviente, la morbidez de la carne o el brillo de los ojos a un plano trucado y sin cuarta dimensión. La imagen reproducida fotográficamente siempre hiende la superficie de las cosas retratadas en ella, por eso llega a aquella parte de nosotros mismos que normalmente permanece oculta a los sentidos y hace que asome nuestra alma desde el fondo de su morada en sombras. La foto no es una representación sino la huella o el rastro de esa presencia que normalmente pasa inadvertida, encubierta, enmascarada por el movimiento del cuerpo.

Por esta razón, él invariablemente siente respeto por el alma que queda al desnudo al ser expuesta en una foto (y en cambio no siente ningún aprecio por el fotógrafo que la desnuda o que intenta atraparla); y lo atraen los retratos de grupo, donde los retratados son conscientes de que su imagen quedará fijada quizá para siempre. Algunas de sus absurdas aficiones tienen origen en ese respeto: fascinación por las vallas donde aparecen las caras de “terroristas” buscados; curiosidad que le despiertan las orlas y las fotos ceremoniales y los paneles, los retratos de familia y las pequeñas instantáneas de carnés o la expresión desentrañada que ponen los condenados a muerte cuando son retratados junto a sus verdugos. Y naturalmente algunos gustos harto comunes, como el hojear las revistas profusamente ilustradas. Muchas veces se ha preguntado cómo será el álbum de los Grimaldi. ¿Habrá alguien con un resto de alma en esa familia que vive en una permanente sesión fotográfica?

El único pudor verdadero que él siente es esa especie de recato incontenible que experimenta delante del objetivo, tan distinto de la voluptuosidad de los que trabajan posando frente a una cámara. Como Marbot, él también quiere salir bien en la foto, puesto que cada toma fotográfica nos hace desempeñar un papel indeterminable delante de un público anónimo e inabarcable, compuesto por millares de miradas desconocidas que se posarán sobre nuestra imagen a través de los años, en ocasiones y contextos que no podemos imaginar. Por lo tanto, hay que tener un cuidado exquisito: carentes de liturgia y de función, los retratos solo valen por la pose que ponemos en ellos y están a merced de la habilidad o de la suerte del fotógrafo que dispara y de la curiosidad de quien los mira. Y, por otra parte, como todas las fotos pueden ser manipuladas y alteradas, una instantánea puede ser profanada o instrumentada sin limitaciones y nos puede ocurrir como a la foto de Marilyn Monroe desnuda sobre un paño de raso rojo, hoy en día convertida en un icono de culto; o como a los marines que clavan la bandera norteamericana sobre la cima de la colina de Iwo Jima, que son un emblema nacional; o incluso una foto nuestra puede servir como evidencia espectral en la escena de un crimen, como en Blow-up.

Así pues, el día en que vio asomarse por el objetivo de la cámara el doble de Marbot, como un fantasma, pensó que lo que veía no tenía importancia, que era una ilusión más, propia de una técnica diabólica como es la fotografía.

Pero no, lo diabólico no estaba en la fotografía.

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