EN MOTOCICLETA

En 1984 un escritor desconocido llamado Robert M. Pirsig obtuvo un sonado éxito editorial con un extraño artefacto narrativo –un travelogue, tal como llaman algunos anglosajones a este tipo de relatos– titulado Zen and the Art of Motorcycle Maintenance donde, entre un desentrañado relato de viajes en motocicleta por el interior de los EE.UU, desarrolla vagas ideas sobre la condición humana en el mundo actual, dominado por la técnica.

Más de treinta años después y sin duda inspirado por mi afición a los vehículos de dos ruedas, finalmente llegó para mí la curiosidad y el momento de leerlo; y hete aquí que, muy al comienzo de su travelogue Pirsig describe la “diferencia” que caracteriza el viaje en motocicleta con relación a otros medios de locomoción convencionales, como por ejemplo el automóvil:

Cuando viajas en una motocicleta ves las cosas de una manera completamente diferente. En un automóvil estás siempre dentro de un compartimento y, como estás habituado a ese ambiente, no te das cuenta de que todo lo que se ve a través de la ventanilla del auto se parece a lo que se ve en la televisión. Eres un observador pasivo y lo que ven tus ojos no es más que un tedioso movimiento encuadrado por un marco. Montado a una moto, el marco desaparece y estás en contacto con todo lo que te rodea. Estás en la escena misma y no solo la observas; y la sensación de presencia es sobrecogedora. Eso que vibra diez centímetros debajo de tus pies es la cosa real misma, por ella andas y está allí mismo, tan emborronada que no puedes fijarte en ella y no obstante tus pies pueden hollarla y tocarla cuando quieras. La cosa, esto es, toda la experiencia, nunca se sustrae a la consciencia inmediata. (Trad. EL)

El pasaje es notable, no tanto porque describa una experiencia inefable –cualquiera que circule montado a una bicicleta podría haber observado lo mismo; hacerlo en moto no tiene nada de especial– sino porque revela un problema epistemológico (o, si se prefiere, filosófico) de enorme trascendencia.

Consideremos el pasaje en detalle. Pirsig se fija cabalmente en que no es lo mismo viajar en moto y en automóvil. Sin embargo, el juicio que establece la diferencia no se apoya en un estado del mundo sino en la impresión que causa ese estado. Por así decirlo, el mundo no se ve de la misma manera desde el asiento de una motocicleta y desde la cabina de un auto; y “no se ve” quiere decir aquí que no es el mismo mundo. La moto, según Pirsig, proporciona una experiencia directa e inmediata de la cosa, una presencia que es permanente. Admitámoslo: puede que así haya sido el caso para él mientras rodaba en motocicleta por las colinas de las dos Dakotas a mediados de los años ochenta, pero hoy en día nada de eso es verosímil, sea en Dakota o en cualquier otro paisaje. El motociclista viaja enfundado por un pesado traje hermético y arropado por defensas de materiales sintéticos que lo hacen parecer un samurai. Sus manos están ocultas por gruesas manoplas, su cabeza viaja enfundada en un casco integral como el de los astronautas y lo que oye es el viento que se cuela por las comisuras del casco, mezclado con su propia respiración y el ruido ronco de la máquina que vibra entre sus piernas. Lo que alcanza a ver del paisaje es de nuevo un marco, pero ya no lo dibuja el borde de una ventanilla sino una visera borrosa y sucia que le permite ver una parte muy pequeña del escenario. Sin duda su sensación es distinta de la del automovilista, pero no se parece en nada a la que describe Pirsig.

¿Qué ha sucedido? Entre 1984 y la segunda década del siglo XXI las reglas del tránsito por carretera se han vuelto mucho más duras y restrictivas debido al elevado número de muertes que se registran cada año entre los motociclistas, de tal modo que la experiencia del lost rider que deambula por los caminos como un caballero andante es más una recreación literaria –no muy distinta de la que hace el propio Pirsig– que una realidad. Está claro que este texto ha envejecido, como es habitual que ocurra con las narraciones en las que la técnica –que, por otra parte, es lo único que en verdad cambia en nuestros tiempos modernos– tiene peso e influencia preponderante, pero observar que este pasaje ha envejecido porque ya no se viaja así en moto, ni las motos son como las que usaba Pirsig y –muy probablemente– las carreteras de Dakota ya no son las mismas sino imponentes autopistas y el propio paisaje ya no es tan agreste o solitario, etc. sería una solemne majadería puesto que no hay cosa ni circunstancia ni programa que no esté sujeto a los implacables caprichos del tiempo. Qué novedad… Hasta el menos despierto de los estudiantes de filosofía sabe y da por archisabido que la propia existencia es tiempo. Por lo tanto, las cosas y los textos, lo mismo que los rostros, pierden lozanía y actualidad y se convierten en objetos anacrónicos y a menudo patéticos.

La descripción ha envejecido, pero ¿sucede lo mismo con el juicio que suscita?¿También envejecen los juicios tanto como el rostro de quienes los formulan? En efecto, el juicio de Pirsig ha envejecido por la simple razón de que está amarrado a una impresión personal, como la ostra a la piedra. Sin embargo, no todos los juicios envejecen, unas veces –milagrosamente– atraviesan la frontera de su tiempo e iluminan paisajes y contextos inesperados, como suele suceder con las observaciones de los grandes clásicos, de donde resulta habitual que una picardía de Michel de Montaigne o una observación de Platón o una conmovedora frase de Shakespeare parece como si salieran de las personas y las cosas que nos rodean, como asoman las carreteras de Dakota a la consciencia de Robert Pirsig a lomos de su motocicleta. ¿Cómo es posible ese milagro de in- (o trans-) temporalidad que afecta solo a algunos juicios y pensamientos y no a todos? Se suele atribuir al genio la cualidad de trascender el horizonte de su época, pero este argumento que es casi un lugar común sería muy facilón e injusto en este caso: el modesto y nada genial Pirsig no tiene por qué compararse con Milton o Virgilio, o con Stendhal, que también fue autor de travelogues. Sin embargo, bien puede –y debe– compararse la naturaleza de sus juicios y la forma de construirlos puesto que la capacidad de remontar las cortapisas de su tiempo no es únicamente deducible de la inteligencia del que juzga sino de la propia índole del juicio en sí.

La observación de Pirsig no es mala porque sea incorrecta, su descripción de la cualidad sobresaliente de la experiencia del viaje en motocicleta no es ni torpe ni fraudulenta ni mixtificada sino todo lo contrario, quizá sea demasiado personal y, por lo tanto, intransferible y singular desde un punto de vista espaciotemporal. Al comentario de Pirsig le sucede lo mismo que a los juicios relativos (o relativistas): que no son malos porque no sean universales sino porque renuncian a serlo y, por consiguiente, no sirven de nada.

¿Cómo se realiza esta aspiración a lo universal? Por la renuncia a la propia impresión que, por su propia y más íntima naturaleza, solo puede ser relativa. Un juicio adquiere peso o alcance filosófico (da igual en qué contexto sea enunciado) cuando se funda en una experiencia inefable –eso está en la raíz de todos los pensamientos– pero al mismo tiempo se sustrae a ella y aspira a lo intemporal y, como el verso de Horacio, se propone –y en ocasiones se sabe– aere perennius.

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