EN EL MUSEO BRITÁNICO

El Museo Británico incluye entre sus atracciones una exposición de la Suite Vollard de Picasso, cuyo tema principal son unas estampas variadas con el Minotauro como protagonista, trabajadas con lo único que me gusta de veras en la obra de Picasso: los dibujos a pluma, que a veces recuerdan el trazo preciso y el diseño delicado de los antiguos vasos griegos.

(¡Un día de suerte!)

En la sala del British están casi todos los dibujos que componen la Suite. Hay algunas obras célebres: las escenas báquicas, el Minotauro en el momento en que es ajusticiado por Teseo y el grabado con que me siento más representado, con el Minotauro montado a horcajadas sobre una joven durmiente mientras pasa sus dedos por la mejilla de ella, con un gesto indefinido e imprevisible, pues no se sabe si la mira extasiado y la acaricia, o si esa mano lujuriosa indica que está a punto de devorarla. Los dibujos no han perdido nada de su fuerza original aunque sus alegorías resulten hoy en día demasiado explícitas para un espectador moderno. La influencia de la pornografía y el psicoanálisis –dicho esto sin pretender equiparar un género menor con la disciplina analítica fundada por Freud– ha hecho que casi todo el mundo sea experto en la interpretación de contenidos y símbolos eróticos. En los dibujos de la Suite Vollard el erotismo masculino con el Minotauro como emblema de la virilidad no deja lugar a dudas. Picasso no se anda con finuras o ambigüedades, el macho es personificado como un monstruo que es mitad hombre, mitad bestia. Sus rasgos –el vello, la cornamenta, los miembros fuertes, el ímpetu– son otros tantos atributos de la masculinidad en acción y son de sobra conocidos, tanto por quienes pretenden parecer viriles como por quienes detestan la condición masculina, como ocurre con algunas feministas. En la Suite Vollard hay escenas de abrazos, de cuerpos trabados en la unión sexual o que se entregan unos a otros, sumidos en la embriaguez dionisiaca o que yacen, plácidos, después del frenesí amoroso, pero a mí estas analogías tan evidentes no me interesan tanto como un dibujo diferente de los demás, que muestra a un Minotauro ciego mientras arrastra un bastón, llevado de la mano por una niña. A diferencia de los demás, este Minotauro no goza sino que sufre.

minotauro ciego

Delante de este dibujo no pude evitar el delicado pellizco de la angustia. Además, es un Minotauro muy feo. ¿Qué puede haber llevado a Picasso a representar a su ídolo/doble a merced de una niña? Su fealdad es inquietante. ¿Es feo porque es monstruoso o es monstruoso porque es feo? Qué difícil es establecer, con criterio estético, la sutil línea de demarcación entre lo muy bello y lo monstruoso. Cuando un ser es muy bello es también un monstruo, puesto que la distancia que separa a un cuerpo deforme del canon es la misma que se establece con relación a otro, de gracia perfecta. El cuerpo deforme o el cuerpo perfecto son ambos monstruosos porque lo que sobresale en ellos no es una cualidad específica de signo opuesto sino la diferencia como cualidad. 

El Minotauro también es un desdichado, un tipo distinto de los demás. O sea, un monstruo. Quizá la intención de Picasso no fue representar la masculinidad o el deseo del Minotauro, sino oficiar la gran revancha de la monstruosidad. Pobres monstruos, perseguidos por los bellos. Quizá por eso, en las escenas de amor de la Suite Vollard, se omite por completo el deseo femenino.

(¿Es por casualidad o simplemente porque Picasso no lo tiene en cuenta? El deseo femenino… ¿En qué consiste eso?)

El monstruo no es uno que se reconoce en la mirada que le dedican los demás sino un infeliz que sabe de su propia diferencia. Si acaso, los demás no hacen más que convalidarla excluyéndolo. Desde esta perspectiva, los crímenes cometidos por monstruos –tipos perversos, brujas, psicópatas asesinos, brutos desgraciados– podrían verse como gestos desesperados con los que el monstruo no espera ser reconocido como tal, sino por su íntima diferencia. Y deberían inspirar piedad, como el Minotauro ciego aferrado a la mano de la niña, donde no hay rastro de lujuria. 

Pensé esto y algunas cosas más, pero al final acabé por rechazar mis propios pensamientos y cambié de sala.

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