ICONOCLASTA (II)

Tiempo atrás, en un libro muy interesante de Roger Scruton sobre la estética de la música (The Æsthetics of Music. Londres, 1997), leí una observación acerca de Pitágoras y sus acólitos, que se hacían llamar akousmatikoi –es decir, los oyentes– porque asistían a las enseñanzas de su maestro escuchándolo hablar oculto detrás de un telón. Enterarme de aquella práctica insólita me causó una gran impresión. No puedo explicar por qué, pero enseguida intuí que no era una extravagancia cualquiera. De hecho, tanto el cura que escucha la confesión encerrado en una garita o el psicoanalista que se sienta fuera de la vista del paciente (al menos en la versión ortodoxa freudiana de la escena clínica), así como muchos otros consejeros espirituales de diferentes reputaciones, todos coinciden en que intentan esconder su rostro –o sea, su imagen en persona– lo mismo que Pitágoras. Por lo tanto, esta modalidad en el trato con el otro tiene que ser significativa. Los akousmatikoi no recibían las enseñanzas del maestro a través de nada que pudiera representarse o identificarse sino que, como debe ser, procuraban comunicarse de manera exclusiva con un logos. Así, con un ardid muy simple, la filosofía pitagórica se convertía en discurso puro.

(Por esta y otras razones, siento un profundo desprecio hacia quienes se esmeran por retratarse o ser retratados para asociar una identidad personal a lo que dicen. Supongo que lo hacen porque en su mayoría no tienen nada que contar.)

Mucho, muchísimo más tarde, inspirados por esta costumbre de la secta pitagórica, Pierre Schaeffer y Jérôme Peignot llamaron “acusmática” a aquella música que se escucha sin prestar atención a su causa o su procedencia (Cfr. ), etiqueta que sirvió para elevar a la categoría musical la llamada “música concreta” y, en general, las composiciones que emplean libremente el ruido como elemento. Como es sabido, a diferencia del sonido, el ruido es una impresión auditiva que no siempre importa establecer de dónde viene. Su “significado” final queda establecido cuando se lo coloca en un espacio determinado por la composición musical misma.

Ahora bien, los akousmatikoi no eran musicólogos contemporáneos. Su extraña costumbre simplemente muestra que daban una enorme importancia a las palabras. Lo mismo pensaban los estoicos, que las tenían como pequeñas semillas que se depositan en el alma a través de los conductos auditivos. Unos y otros deliberadamente evitaban involucrar el discurso de la sabiduría con una forma visual (para no llamarla representativa). ¿Con qué intención? Quizá para que la filosofía se pareciera a la música –que, por cierto, tampoco es representativa. No solo pretendían evitar la distracción y el error que suelen producir las imágenes sino que no querían que esa enseñanza fuera (o pudiera traducirse en) imagen. Por supuesto que la exclusión de la imagen tiene matices. Que no haya representación posible de un discurso no tiene por qué ser valor excluyente. La cultura del Antiguo Egipto usaba representaciones en su escritura de signos jeroglíficos, por no mencionar el prolífico uso que los egipcios hacían de las imágenes en papiros y monumentos, aunque es verdad que con ellas no pretendían enseñar nada sino tan solo constatar o dar testimonio de algo.

Los pitagóricos daban una importancia decisiva al sonido. Más exactamente, a la palabra (logos) que para ellos –y con razón– era más espiritual, como ha sido desde siempre la voz cantada con relación a la música de fondo. Sabido es que la llamada “música instrumental” fue –esa sí– una extravagancia moderna. Se empezó admitiendo una música sin voz y se acabó proponiendo como razonable escuchar un solo de batería. Este tipo de expresión –que Dios me perdone por esta comparación– se parece a separar los ingredientes de una ensalada y comerlos cada uno por separado. Peor aún: a comer y disfrutar (!) solamente de los condimentos… En cualquier caso, me sentiría anacrónico si no aceptara que este tipo de experiencia musical se ha impuesto definitivamente en el gusto de todo el mundo.

Desde otro punto de vista, cuando Pitágoras habla escondido detrás de un cortinado ante sus ávidos seguidores, quizá sin saberlo se presenta como el primero de los iconoclastas. Su gesto equivale a afirmar que de lo verdaderamente relevante no hay (o no debe haber) imagen posible.

Un argumento semejante esgrimió el obispo Eusebio de Cesarea como respuesta a la carta que le envió Constancia Augusta, hermana del emperador Constantino, cuando esta le solicitó una imagen del Cristo que, por disposición imperial, había de ser objeto del culto de todos. (Recojo esta anécdota del capítulo 8 del libro de Moshe Barasch, Icon: Studies in the History of an Idea, Nueva York, 1995). Constancia le pide a Eusebio que le haga llegar una imagen de Cristo, quizá para adorarla de acuerdo con la acendrada costumbre pagana. La noble romana todavía no comprendía que el nuevo vínculo con lo divino no consistía en adoración sino en participación. En su réplica, por extraño que parezca, Eusebio no invoca el mandamiento mosaico que prohíbe hacer imagen de Dios sino que esgrime un argumento casi esotérico. Afirma que nada de lo que hace al Cristo divino puede ser representado, ni lo que deviene de su condición de Hijo de Dios Padre ni los atributos que, en tanto que Hijo de Hombre, lo señalan como el Buen Pastor. Y advierte que solo hay imagen de la carne y el cuerpo, que son justamente lo que hace al Cristo un personaje terrenal, uno como nosotros.

“¿Cómo se puede pintar una imagen (skiagraphia) de una forma tan asombrosa e inalcanzable –si cabe aplicar el término “forma” (morphé) a una esencia divina y espiritual” (Cit. Barasch, Icon, 146)

La respuesta de Eusebio demuestra que el cristianismo originario era iconoclasta y yo me pregunto si la razón de esa iconoclasia no era además de un manifiesto rechazo del mundo como imagen e ilusión sensible, la afirmación de una especie de inconfesado respeto, el mismo que imponía Pitágoras a sus discípulos al desvanecerse o integrarse en su propia voz y convertirse en signo puro que afirma y a la vez niega su propia presencia, tal como siempre ha hecho Dios.