GALILEO

En el libro de Mary Midgley (Bestia y hombre: Las raíces de la naturaleza humana. Traducción de Roberto Ramón Reyes Mazzoni. México: Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 14) se compara el conflicto entre deterministas e indeterministas (o entre genetistas y culturalistas) con la condena de Galileo por la Inquisición en el siglo XVII. Está claro que Galileo ocupa el lugar de los genetistas y la Inquisición está representada por el recelo con que los culturalistas miran la hipótesis de una naturaleza humana determinada por la dotación genética. Costará admitirlo –sugiere Midgley– pero al final se verá que la genética tiene razón.

(¿Tiene razón?)

La historia de las ideas, pródiga en agnósticos, masones y comecuras ultrarracionalistas ha sido muy dada a mirar con simpatía la causa de Galileo y –por una vez– algo injusta con la Iglesia católica.

Pobre Galileo, condenado por los dogmáticos inquisidores a abjurar de sus ideas y al silencio…

Pero aun cuando estaba en lo cierto, ¿tenía razón? Grosso modo, su herejía consistíó en rechazar la visión de los sentidos y cuestionar la autoridad de Aristóteles y Ptolomeo, desbancando el universo geocéntrico de los antiguos en favor del modelo copernicano que, como es sabido, pone el Sol en el centro del Cosmos: un gesto que a juicio de Freud fue una de las mayores heridas narcisistas infringidas por el hombre contra la representación de sí mismo. Un centro humano, demasiado humano, sustituido por otro centro, impersonal, desconocido, cósmico…

Sin embargo, el universo que hoy conocemos no tiene nada que ver con el retrato galileano. El de ahora es un mar sideral inconmensurable y caótico, cuyas formas son meras conjeturas matemáticas. En él no hay centros ni coordenadas referenciales. No tiene contornos y el espacio que extiende sin ocupar (porque está sumido en alocada expansión) se asemeja, según dicen, a una silla de montar. Ningún sol lo gobierna; y el Sol, el de todos los días, no es más que una insignificante estrella entre millones de estrellas semejantes que habitan en una galaxia que vaga hacia ninguna parte, perdida entre millones de galaxias, etc., etc.

Y en cambio nosotros, atrapados en nuestra inconsolable finitud, seguimos escrutando el cielo con los mismos ojos de Aristóteles y Ptolomeo, pues en el fondo sólo contamos con nuestro humilde punto de vista para representarnos ese caos. A fin de cuentas la Inquisición –aunque no por las mismas razones– no estaba tan descaminada en su condena: ya sea como vértice de observación o como insoslayable referencia, la Tierra sigue siendo nuestro único centro y nuestro fundamento.

(Un coup de dés jamais n’abolira le hasard)

A los deterministas genéticos, que comparten el mismo ideal epistemológico de la ciencia fundada por Galileo Galilei, les pasará lo mismo que al universo heliocéntrico imaginado por Copérnico, sólo que nadie les exigirá que abjuren de sus ideas. Por lo contrario, ahora toca a nosotros evitar que nos condenen a la hoguera por las nuestras.

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