RECIPIENTES

¿Cuántos recipientes ha imaginado y diseñado el hombre a lo largo de la historia para los más diversos usos?

Un vaso, un cuenco, todo un juego de té, una cesta (de compra o de picnic, Le marche aux legumes o Le déjeuner sur l’herbe). El más delicado y preciso, el sobre. Los más rudos: el estuche, el lapicero o un cajón. La expresión “cajón de sastre” para señalar un recipiente ad hoc, facilón, simplista. Y, por cierto, las expresiones mismas, los dichos y refranes como depósitos –en sentido figurado– para prevenir y concebir la repetición de un fenómeno.

El impluvio y su ruido mientras se llena, o recipientes que, por lo contrario, no se pueden mojar, como las cajas de cartón y las bolsas de supermercado, aquellas de papel en los de Estados Unidos y que tanto me fascinaban cuando viajaba por allí, todo lo contrario de nuestros horribles engendros de plástico. El mate de Michael Jordan en el All Star de 1988, que dio la vuelta al mundo. La canasta y la portería.

Los edificios de vivienda: bloques de pisos, chalés, caseríos. O institucionales, una biblioteca, un museo, un parlamento. La urna, ¿un voto o un antepasado en cenizas? ¡Ah! Un ataúd, un sarcófago en general, como nuestro cuerpo. Éste se mete en otro tipo de recipientes: la ropa, los zapatos, que a su vez van a parar al armario. O a la maleta: ¿Cuántas maletas llenas de cuerpos descuartizados estarán enterradas en el desierto de Las Vegas? El cuerpo, ese caparazón de costillas para depositar pulmones, hígado y corazón. Porque los despojos y los residuos ¿dónde se meten? En el contenedor de basura, la papelera o en la taza de váter. Y en el propio cuerpo, en la memoria si se trata de los recuerdos.

Porque de la cantidad innumerable de materiales con los que están hechos todos estos recipientes, siempre creí que el más práctico era la carne nerviosa del cerebro: es de los pocos que una vez destruido todo el continente, el contenido también se esfuma con él (muerto el perro, se acabó la rabia). En los demás recipientes uno siempre puede rescatar lo que mete a no ser que haya una falta de tiempo decisiva.

Aunque no es cierto del todo: los documentos, los libros, y las demás conciencias (un familiar, un colega, un periodista o historiador) pueden hacer sobrevivir estos mismos recuerdos de un modo u otro. Incluso ahora se hacen leyes para eso. Es de las pocas excepciones donde el Espíritu gana a las exigencias de la materia.

Maldita sea ¿Dónde están los Lenin, Lukács y Horkheimer de turno cuando los necesitas?

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