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La historiografía tradicional daba por supuesto que la clausura había sido respetada en los monasterios femeninos de la Edad Media de manera estricta. La normativa eclesiástica de la época, que siempre insistía en la obligatoriedad del encierro femenino, parecía justificar esta convicción.

Sin embargo, los estudios más recientes han puesto de manifiesto un panorama completamente diferente en el que las religiosas parecían disfrutar de una libertad de movimientos mucho mayor que la que se les venía suponiendo. El monacato femenino es uno de los problemas históricos que más se ha beneficiado del desarrollo de la Historia de las Mujeres, y el auge de la investigación en ese campo ha obligado a revisar una cantidad importante de tópicos y lugares comunes sólo recientemente cuestionados de manera sistemática. El manejo detallado de la documentación, que nos informa sobre la realidad y la rutina cotidianas de manera mucho más realista que la normativa legal, así como la eclosión de la arqueología de género y las perspectivas feministas, han contribuido a poner de manifiesto un panorama complejo y apasionante. Para su definición han de tenerse en cuenta algunas variantes regionales, sociales y cronológicas: la organización monástica no debió de ser la misma en los diferentes periodos de la Edad Media, ni tampoco en todos los territorios. Probablemente, por último, en los grandes establecimientos protegidos por la alta aristocracia o la monarquía, las poderosas damas allí instaladas disfrutaran de una mayor libertad que en los centros más modestos.

En primer lugar, es preciso tener en cuenta que, durante la Alta Edad Media, en muchos casos ni siquiera resulta posible diferenciar los monasterios masculinos de los femeninos. Esto sucede particularmente en los llamados “propios” o “familiares”, que albergaban heterogéneos grupos frecuentemente ligados por vínculos de parentesco. Uno de los casos más significativos es un monasterio cercano a Toledo. En el siglo IX (según la Vita Eulogii, de Álvaro de Córdoba), vivían en Tabanos un tal Jeremías, con su mujer, hijos y parientes y la venerable Elisabeth, todos ellos bajo la disciplina espiritual del abad Martín. Por muy difícil que nos resulte acercarnos a la realidad cotidiana de esos centros, muy mal conocidos, no parece arriesgado suponer que la segregación sexual no sería respetada en ellos de manera demasiado estricta.

Otra modalidad documentada en la Cristiandad latina al menos desde fines del siglo VI fue el llamado “monasterio doble”, compuesto por una doble comunidad, masculina y femenina. Esta coexistencia se justificaba por la necesidad de proveer la asistencia sacramental y espiritual de las religiosas (cura monialum) y también para proteger las fundaciones realizadas en lugares aislados o peligrosos (fig. 1). Por otra parte, ni la división entre el clero secular y el regular era tan estricta como será posteriormente ni las mujeres religiosas estaban tan apartadas de los prelados como podría parecer. La poderosa abadesa de Whitby, según relata Beda el Venerable, acogió en su monasterio al obispo Trumwine cuando fue apartado de la cátedra en 685. El prelado aconsejaba a la abadesa, con la que sostenía una relación constante. A pesar de que los sucesivos movimientos monásticos reformistas intentaron reorganizar esta convivencia e imponer a las mujeres la clausura, en la práctica no parece que la situación haya cambiado notablemente.

Por una parte, las monjas seguían requiriendo la presencia de religiosos que garantizaran la cura monialum. En el territorio del Imperio, a partir de época carolingia, los grupos de monjes fueron progresivamente sustituidos por capellanes o canónigos, en un intento de garantizar su independencia y capacidad coercitiva. No sabemos hasta qué punto las nuevas disposiciones surtieron efecto, pero no consta que la situación haya cambiado notablemente. En la Península Ibérica, aunque mucho más tardíamente, asistimos también a la presencia creciente de capellanes en los monasterios femeninos. Sometidos económicamente a las poderosas dominae y procedentes algunos de ellos de su propia casa familiar, no parece probable que pudieran tratar con demasiada severidad a sus señoras.

No debemos olvidar que la mayor parte de los monasterios de monjas medievales fueron producto de fundaciones aristocráticas y regias, centros en consecuencia de poder señorial. En la Península Ibérica aparece desde época temprana la figura de la domina, una dama perteneciente al grupo fundador que representa el poder del linaje en la fundación y que garantiza una activa defensa del monasterio en los círculos de poder. No conviene confundirla con la abadesa, un cargo que casi nunca ostenta, y muchas de ellas ni siquiera debieron de ser monjas. Auria Ximéniz, por ejemplo, residía en el siglo XI en el monasterio asturiano de San Miguel de Bárcena como comitissa y domina. Con la generalización de las lenguas románicas, las antiguas dominae pasaron a ser denominadas “señoras”, sin que sus funciones parezcan haber variado notablemente.

Así que el poder coercitivo supuestamente ejercido por los capellanes respecto de las damas teóricamente sometidas a su tuitio, en caso de que fuera intentado, debía de tropezar muy frecuentemente con la barrera del poder social.

Parece difícil que las damas instaladas en estos monasterios fundados por sus poderosas familias pudieran ser sometidas con facilidad a las exigencias de la clausura y, de hecho, muchas pruebas indican que no fue así. Ya Power destacó en su clásico trabajo la independencia de las monjas inglesas de la Edad Media, una impresión que confirman los estudios más recientes. Incluso el monacato femenino francés, tradicionalmente considerado muy respetuoso con la clausura femenina, ha sido recientemente revisado para comprobar que, según indica la documentación, las religiosas llevaban una vida mucho menos retirada de lo que se creía anteriormente.

Por lo que concierne al caso hispánico, todos los indicios apuntan en la misma dirección. En primer lugar, los mismos usos litúrgicos preveían en algunos casos la entrada en la clausura de personal externo. El ejemplo del monasterio burgalés de Santa María de las Huelgas de Burgos resulta especialmente expresivo. En el coro de las monjas quedaron instaladas, desde 1279 al menos, las tumbas de los fundadores, que fueron Alfonso VIII y la reina Leonor (fig. 2). Las procesiones entraban en este espacio para visitar los altares en ocasiones solemnes (fig. 3). Incluso los fieles laicos eran impulsados a transgredir los límites, animados por las indulgencias proclamadas por el papa Alejandro IV para los que visitaran los sepulcros de los monarcas (figs. 3 y 4). Otros personajes pertenecientes a la familia real establecieron disposiciones semejantes. Así, la infanta Blanca de Portugal, sobrina de Sancho IV que fue “señora” de las Huelgas por disposición de su tío, dispuso su enterramiento en las proximidades de los sarcófagos de los reyes (fig. 5). En su testamento ordenaba a los capellanes adscritos a su fundación funeraria que, tras la celebración de la misa en los altares de la cabecera, pasaran a decir un responso sobre su sepultura para dirigirse después al cementerio. En 1305, el abad de Cîteaux llegó a reconocer a esta relevante fundación real el derecho de sus religiosas a salir del monasterio cuando fuera necesario y a recibir algunos visitantes en el interior del recinto.

Es también frecuente que encontremos comunidades femeninas presentes en actos jurídicos fuera de la clausura. Probablemente uno de los casos más notables sea el protagonizado por las monjas de Carrizo en 1238, asistiendo a la formalización de los acuerdos con el ayuntamiento de Astorga en el claustro de la catedral, encontrándose presentes la abadesa junto con su comunidad completa (totus conuentus Monasterii).

Ni siquiera la condición de monja era necesariamente estable, no resultando infrecuente que algunas damas registradas en la documentación bajo esa denominación aparezcan más adelante sometidas al vínculo del matrimonio. Es el caso de Marina Gonzálvez, monja en Carrizo en 1238, casada más tarde con el caballero Pedro Joan y retirada tras enviudar al mismo centro en el que había pasado su juventud.

Los nuevos enfoques metodológicos han transformado notablemente nuestro conocimiento del monacato femenino medieval. Esta línea de investigación, particularmente activa en la actualidad, nos reserva sin duda nuevas sorpresas.


BIBLIOGRAFÍA

  • Alonso Álvarez, Raquel, “Aristocratic Ladies in the Iberian Peninsula and Cistercian Foundations in the Kingdoms of León and Castile: Reformed and Enclosed Monasteries versus Stately Power. The Case of Las Huelgas in Burgos”, in Cayrol-Bernardo, L and Pérez-Vidal, M., A Transatlantic Dialogue: Women religious between the Cloister and the World. Amsterdam University Press (forthcoming).
  • Gilchrist, Roberta, Gender and Material Culture. The Archaeology of Religious Women. London and New York: Routledge, 1994.
  • Yorke, Barbara, Nunneries and the Anglo-Saxon Royal Houses. New York: Continuum, 2003.
  • Fonay Temple, Suzanne, Women in Frankish Society. Marriage and the Cloister 500 to 900. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1981.

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