EL ERROR DE LOS ENAMORADOS

En Delitos y faltas –probablemente, la película de mayor calado moral que he visto– Woody Allen pone en boca de un filósofo judío que se suicida una lúcida descripción del amor. El filósofo afirma que cuando nos enamoramos tratamos de reencontrar todo o parte de aquellas personas a las que estuvimos apegados en la infancia; pero, al mismo tiempo, pedimos al ser amado que repare todo el daño que esos padres primeros nos causaron. Así pues, el amor contiene en sí una contradicción: el intento de volver al pasado y el intento de redimirlo, es decir: de conseguir que ya no influya en nosotros, que nunca más nos amenace.

(Debo esta sugestiva referencia a Mercedes Casanovas)

De modo, pues, que si Woody Allen (o su filósofo suicida) están en lo cierto, en el enamoramiento se traba una paradoja insoslayable: uno intenta recuperar algo que le ha sido muy querido pero sólo para acabar destruyéndolo. Por eso –y no por un capricho romántico– parece inevitable concluir que es cierto: “No hay (no puede haber) amor feliz”.

Y se entiende que haya quienes nunca se enamoran: no es que les falte sensibilidad o que no tengan corazón, lo que pasa es que no consiguen pensar su experiencia amorosa como es debido, o sea, paradójicamente.

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