TRAICIÓN (II)

Aunque parezca insólito, lo que identifica a un traidor no es la índole de su acto o su gesto, por miserable que sea (y siempre lo es). La traición no tiene un contenido moral específico, propio o esencial. Llamamos “traición” a una acción interpretada. Pero precisamente aquí, en la interpretación de una acción, está la posible e irreductible diferencia en cuanto a la valoración del acto en sí. Lo que para unos es “traición a la patria” –el espionaje de los esposos Rosemberg, o la capitulación de Gorbachov, etc.– para otros puede ser puro heroísmo. Y no digamos quien traiciona por amor: ése goza de necesaria y unánime indulgencia.

La traición es una interpretación. Para la víctima de la traición, esa interpretación es fácil puesto que el juicio que la sanciona se hace desde el daño propio; pero justamente por interesado ese juicio no puede ser universalmente válido. Si no podemos aceptar como objetivo el juicio de la víctima de una traición ¿Cómo reconocer entonces la traición y al traidor?

Eliot nos da una pista:

Now is my way clear, now is the meaning plain;
Temptation shall not come in this kind again.
The last temptation is the greatest treason:
To do the right deed for the wrong reason.

(Eliot, Murder in the Cathedral: 47)

No se recurre aquí al juicio de la víctima sino a la opinión del traidor que interpreta su propio acto como paradoja mortal, especie de coartada torcida: to do the right deed for the wrong reason. No en vano en inglés se dice que un crápula o un traidor (lo mismo da) es un crook, literalmente: un tipo retorcido. De forma significativa, el traidor siempre se suele adelantar o se anticipa a la interpretación de sus actos. A menudo es uno que da buena razón de lo que hace aunque su causa (su motivo o razón, reason) por supuesto que no tiene nada de bueno. Eliot acierta: la tentación más grande en el traidor es cometer iniquidad por una buena causa. El traidor encuentra la justificación de su acto en la “buena intención” de su motivo y es tanto o más elocuente al interpretarlo cuanto que se muestra ciego a las consecuencias que ese acto acarrea.

Vaya, pues, el traidor no es un idiotés, es decir, un pobre de espíritu o un irresponsable, sino un enfermo ético, un individuo ahíto –me excuso por esta cursilada– de eticidad, uno que sabe lo que hace porque previamente ha establecido el necesario cálculo que discrimina entre valor y razón o causa; y, no obstante (o justamente por eso) está bien dispuesto a comportarse como un bellaco. No hay traición que sea torpe o irreflexiva o espontánea.

Por eso, con el traidor no hay que tener piedad.

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