Hay muchas formas de desencuentro y todas ellas son más o menos dolorosas. Se desencuentran padres e hijos (a veces, de forma inexplicable); se desencuentran los socios en una empresa malhadada; y los amigos, cuando se rompe la parresia. Uno de los dos decide que ya no estará presente junto al otro. Se desencuentran el maestro y el discípulo cuando uno no consigue entender el camino del otro. Y los amantes –claro, los amantes–, sobre todo cuando está claro que ya no se aman el uno al otro. Cada desencuentro tiene algo que es propio e irreductible, pero todos ellos son muy simples: como faltar a una cita.
Si tan trivial es la esencia del desencuentro ¿qué tiene que lo hace tan triste, a fin de cuentas? Un desencuentro es una ruptura no deseada y al mismo tiempo una quiebra inevitable.
Recojo esta lúcida cita de Coetzee porque, aunque se refiere a otro asunto y está en un contexto diferente, creo que revela la naturaleza de los desencuentros:
Dos zapatos desparejados. Al estar desparejados, los zapatos dejaban de ser calzado y se convertían en pruebas de la muerte, arrancados de los pies de los ahogados por los mares espumosos y arrojados a la orilla. Nada de grandes palabras, nada de desesperación, simplemente sombreros, gorras y zapatos. (Coetzee, Elizabeth Costello, 10).
Los dos zapatos desparejados son el epítome del desencuentro: no hay manera de ponerlos de nuevo en consonancia. Cada vez que protagonizamos un desencuentro algo de nuestro ser más profundo se pierde en esa circunstancia, algo de la relación posible o imaginada con el otro queda definitivamente roto; y en su lugar sólo queda un remedo de lo que fue, como el pedazo de una totalidad fallida, que ya no significa nada.