EL JARDÍN ABANDONADO

Hay algo especial en adentrarse en un  bosque, en salirse  del camino  marcado, en abandonar los hitos y emprender la marcha hacia delante apartando las ramas de un cada vez más frondoso entorno. Caminar con el pulso acelerado como un niño que se siente perseguido y que basa todo el éxito de su huída en no volver la vista atrás, en girar la cabeza a  la vez que cierra los ojos para convencerse de que no hay nada ni nadie que vaya a darle alcance. Seguir avanzando, perder la verticalidad por las pronunciadas pendientes hasta que la respiración cada vez más atropellada y el avance a tientas nos acerquen a nuestra primigenia animalidad.

¿Quién no se ha sentido libre al penetrar en el bosque tras haberse apartado de los senderos señalados en los mapas?

Lo que nos atrapa del bosque es su aspecto salvaje, la sensación de internarse en tierras y parajes indómitos, su bello caos, su naturaleza vigorosa, la sensación de vida desbordante… en definitiva, todo lo contrario que puede ofrecernos un jardín.
Los jardines son la muestra fehaciente del control, del sometimiento de la naturaleza al hombre. Las flores acercan a nuestras fosas nasales sus efluvios aromáticos mientras su colocación alineada muestra un desorden bien estudiado de colores brillantes. Los árboles y arbustos asemejan muros divisorios entre la naturaleza salvaje y la civilización, ora guardianes de largas lanzas ora elegantes acompañantes con levita.  

Esa muestra de civilización ausente en el bosque, cuya esencia se puede percibir en el jardín, es la que hace que exista algo mucho más sombrío que perderse en el bosque: moverse por un jardín abandonado.
Dado que el primero nos acerca a la vida en estado puro, y el otro, al abandono, a un despiadado desamparo; a la muerte.

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