FINAL DEL JUEGO

Los jugadores de futbol abandonan el campo de juego de muchas maneras y todas ellas son sugestivas. Unos se marchan serios y circunspectos y otros se muestran muy agitados, intercambian las camisetas y se saludan con los compinches del equipo contrario, saludan a los árbitros y los auxiliares, se felicitan o se consuelan unos a otros. Hay palmadas, abrazos, besos, apretones de manos. En los pocos minutos que dura el final del juego puedes ver toda la vasta gama de actitudes afectivas que se dedican los humanos. Se ven las expresiones de envidia o de frustración, los rencores, la excitación, el desaire y el desapego e incluso algún atisbo de fraternidad (esa cosa inverosímil que inventaron durante la llamada Revolución Francesa). En este terreno –el de la expresión de las emociones–, como en tantos otros, los seres humanos somos muy parecidos.

Entre todos los gestos que se observan en el final de un partido de fútbol llama la atención el de algunos jugadores que se marchan de prisa, casi sin despedirse. Caminan velozmente hacia la escalera que conduce a los vestuarios: eluden a sus compañeros y a sus adversarios, esquivan a los periodistas, no saludan a la grada. Puedes pensar que son más egoístas que los demás –es probable que así sea–, o que muestran una indiferencia muy profesional, o simplemente que son unos maleducados

(La conducta profesional, en cualquier contexto, es siempre una conducta maleducada.)

pero no me extrañaría que la explicación de ese gesto tan poco solidario fuese otra: una reacción visceral para no dejarse ganar por la tristeza que producen todos los juegos cuando se acaban. La sientes cuando recoges las fichas del tablero, cuando juntas los naipes que están desparramados sobre el paño verde, cuando estacionas el automóvil después de un viaje y cuando recibes una tarjeta postal de despedida que, de todas formas, hubieses preferido no recibir.

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