INSONDABLE

Cuando años atrás oteé desde el puente de Santa Cristina el horizonte de San Sebastián, los efluvios pestilentes que emanaban del río Urumea me conminaron a bajar la mirada. A dejar de lado mi pose sobria, un tanto altanera, fruto del desdén que me acompañó durante buena parte de mi vida. Una vez allí, para intentar parecer impertérrito ante el resto de transeúntes que pasaban a mis espaldas indiferentes, me dispuse a lanzar al agua dos terrones de azúcar envueltos en un papel ajado, procedentes del café que acababa de tomar y que todavía conservaba en mi mano un tanto sudorosa.

De manera aparentemente automática, pero con todo un dispositivo bien estudiado, con mucha parafernalia me centré y concentré en aparentar la tranquilidad y autonomía que no disfrutaba en ese instante. Rasgué lentamente el papel que cubría el azucarillo mientras miraba de soslayo a ambos lados, y a la ausencia de curiosidad de los viandantes, se sumaron los pestilentes aromas que seguían golpeando mis fosas nasales. De modo que acabé por lanzar sendos terrones con toda la violencia contenida que alguien puede expresar contra tan diminutas víctimas. En ese momento, ora como manchas negras ora como relumbres de plata, los peces se desplazaban raudos por esas aguas, en cuyo fondo se intuían los restos de algún paraguas hecho jirones y alguna silla blanca repleta de desconchones y marcados lunares de óxido. Desconozco la razón, pero siempre hay alguna silla descascarillada en las orillas de los ríos de tránsito urbano.

De ese instante, únicamente conservo una idea confusa, según la cual, el Urumea se muestra infinito, inmenso, cosa que hoy, a mi regreso a la ciudad, se ha puesto de manifiesto como una fantasía guiada por la pestilente presencia de los vapores procedentes del río, que hicieron que antaño, prestara menos atención de la que me habría gustado para captar la extensión de su aguas.

Esta mañana de viernes, hastiado, detenido sobre el puente, ha sucedido la situación inversa. A la incapacidad de levantar la mirada y permanecer hierático, se ha sumado mi profusa búsqueda de las manchas sombreadas que forman los grupos de peces que se han ido sumando a mi particular magdalena de Proust, la cual había sido elaborada a base de detritos, moho y un terrible hedor a humedad que he imaginado abriéndose paso a borbotones por mi cerebro. En ese instante he levantado la mirada, y sí, en esta ocasión he podido otear el horizonte, admirar la fragilidad del hombre que a ciencia cierta ya no seré, cosa que supongo debo atribuir a la traducción de Agustín García Calvo de la sentencia de Heráclito que dice:

En unos mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos. (Diels-Kranz, Fragmente der Vorsokratiker, 22 B12).

De nuevo el agua, y que esta se escriba ur en euskera evoca ese otro ur, en este caso germano, que remite al origen, al principio, a lo primitivo.

Me digo que en realidad, agua y origen son inseparables. Pero ¿cual es el origo fontium? Es decir, ¿cual es el origen de la fuente de la que mana dicho supuesto par inseparable?

Ahora entiendo que hacen todas esas sillas y paraguas en el fondo de los ríos, todo hombre que se precie, ante el hedor de de ese (y esa) Ur (vanitas) que transita a lo largo de las ciudades únicamente puede o bien sentarse a contemplar el espectáculo o intentar resguardarse bajo un paraguas para protegerse de posibles salpicaduras provenientes del agujero al que toda fuente debe su existencia.

En un burdo ademán contra-plotiniano me digo que el origen de la existencia de una fuente no tiene nada que ver con ella misma, dado que toda fuente brota de una obertura por mínima que sea.

Para que exista una fuente previamente debe existir un agujero.

Así lo expresó pictóricamente Gustave Courbet en su L’origine du monde.

La existencia es, pues, un agujero;

insondable.

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