PURGA

Curvo el torso y mi trasero desnudo contacta con las baldosas frías. Noto el vaho de la humedad en las nalgas y no resulta tan insufrible como esperaba. Me animo a seguir lentamente, juntando la espalda al resto de la superficie helada mientras vigilo que los pies desnudos en la bañera no pierdan el equilibrio. Primero la espina dorsal, luego el resto de la columna hasta llegar a los hombros. Cada segundo que espero la insufrible parálisis del músculo me calmo, pues el dolor mudo –tampoco es dolor exactamente– que provoca el frío en zonas tan sensibles no me inquieta tanto como otras veces, aún siendo tan exagerado como siempre.

No es nada. No es nada comparado con la muerte de mi padrino que me han comunicado hace unos instantes por teléfono. Alguien cuyo último recuerdo que tengo es una discusión acabada con un súbito maldito cabrón y un portazo.

– Cuando regrese lo arreglaré- me repetía hasta ahora. –Cuando vuelva lo arreglaré.

Y así hasta ahora, sin haber arreglado nada de nada.

Lo peor de las purgas, desde el ayuno hasta la castidad o cualquier tipo de auto-castigo no es su supuesta inutilidad o todos los reproches vitalistas contra la ascesis (resentimiento, debilidad, etcétera), sino que todas ellas, en mayor o menor medida, son bastante siniestras.

–Pero espera un momento ¿Realmente crees que es una purga esta chiquillada de la ducha? Y él, ¿No te sacaba de quicio? ¿No propiciaba un ambiente insufrible de enfado y malvivir en tu hogar de siempre? ¿No era alguien inmaduro, caprichoso e incluso mezquino a veces? ¿No te insultó a ti, a tus padres y al resto? Sí, pero no arreglaste nada, lo dejaste ahí y ahora que ha muerto ya empieza a rodar la maquinaria de la memoria. Esas huellas de lo que fue y no arreglaste estarán ahí, como el frío, impasibles a lo largo de los años.
–¿Entiendes ahora esta prueba con el frío?
–Sí.
–¿Te sientes mejor entonces?
–No.

Descanse en paz.

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