PESADILLAS

Me asomo a una pequeña habitación colmada de aparatos. Veo tableros con indicadores luminosos, pantallas, palancas de mando, leds, teclados y paneles cubiertos de botones con siglas desconocidas. Por pura curiosidad pulso alguno de los mandos, pero ninguno responde a la acción. Inmediatamente imagino que esa parafernalia incomprensible está toda ella atascada. Alcanzo a distinguir entre los botones uno que indica OUT. Apoyo un dedo sobre ese botón que anuncia una salida. Mi dedo siente delicadamente el clic. Los aparatos se apagan y la habitación se torna oscura, impenetrable. Ya no distingo ningún mando, nada, sólo tinieblas.

El agua del torrente se espesa y empasta y se tiñe de marrón. A lo lejos veo llegar flotando un cuerpo muerto cubierto de lodo. El cuerpo se desliza lentamente, inmóvil, balanceado por las aguas terrosas que poco a poco desembocan en un espacio circular hasta formar un cenagal en cuyo centro hay un remolino. El cuerpo alcanza el borde del remolino, da unas vueltas en torno a él y, al final, se hunde.

Bajo unas escaleras iluminadas y me cruzo con personas de todo tipo: mujeres con el bolso de la compra, empleados de una empresa de mantenimiento, adolescentes que hablan en grupo, muy animadas, enfermeras uniformadas. Muchos de ellos están tullidos, llevan alguna muleta, un bastón de ciego, incluso algún muñón. Me parece muy natural cruzarme con estos desconocidos mientras desciendo por la escalera de lo que parece un inmenso centro comercial. Tan natural es la sensación que, mezclarme con ellos, suscita en mí la impresión de que esos encuentros no son casuales. No tienen explicación, pero yo siento que la tienen. Al final de la escalera desemboco en una gran sala repleta de gente, distribuida como los asistentes a un cóctel. Atravieso la sala en medio de las voces de innumerables conversaciones fragmentadas. Veo una puerta en un extremo de la sala y me dirijo resueltamente hacia allí. Siento una exaltación en el momento de abrirla, cuando la abro, en medio de la habitación, descubro de pie, muy joven y lozana, a mi madre.

Nadas a mi lado. Observo cómo se mueven tus piernas bajo el agua, admiro la forma en que se articulan tus brazos con tu cintura y cómo brilla tu piel bajo la luz que atraviesa el agua. Pero no estamos solos, hay otros bañistas y casi enseguida comprendo que no son como los corrientes. No son cuerpos sino pedazos de cuerpos descuartizados que flotan bajo la superficie. Allí una pantorrilla, más allá un torso sin cabeza ni extremidades, una mano. Al cabo de un rato me encuentro solo, completamente solo, en medio de esos cuerpos despedazados.

(Borges escribió acerca del curioso contraste que puede establecerse entre la palabra española “pesadilla” que –razón tiene Borges– es muy fea, comparada con la inglesa: “nightmare”; o la francesa: “cauchemar” que nombran estas extravagancias del alma humana; pero yo no soy capaz de semejante distancia crítica. Yo sólo pienso en lo que veo en estas pesadillas.)

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