EL CANTO DEL GALLO

En el campo, siempre a horas intempestivas y demasiado tempranas, se escucha el canto del gallo que irrumpe porque –dícese– anuncia la salida del sol y la mañana. Sin embargo, cualquiera puede comprobar que no es verdad, que el gallo canta porque es gallo y se limita repetir un acto irreflexivo con la característica estulticia de todos los seres que se mueven por instinto.

Estamos rodeados de signos inútiles como el canto del gallo, a los que –porque no hay más remedio– damos el atributo de ser significantes: la luz del otoño, la fiesta de El Pilar, la falta de una respuesta, o la llegada de un anónimo –qué cosa más infantil y cobarde es el mensaje anónimo– que estropea (como si no fuera ya suficiente) la pobre recompensa de este domingo de otoño en la meseta castellana.

¿Por qué canta el gallo? Porque es un ave boba y ridícula. Un emplumado pelmazo que no sabe volar y tampoco cantar. ¿Por qué me rodean tantos signos que no apuntan a ninguna parte? Porque yo soy como el gallo estúpido, un hombre aturdido y abrumado por los signos y, por lo tanto, obligado a usarlos, solo que no sé convertirlos en canto. Esta misma conciencia de mi propia estupidez es un signo, pero a diferencia de tantos otros, a este sí que consigo identificarlo: es la tristeza.

Lo mismo resulta que los gallos cantan de madrugada porque a esa hora se ponen tristes.

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