LA PAMPA

El frío de la mañana golpea las comisuras de mis labios mientras recorro el malecón de la Barceloneta y me trae de golpe una sensación muy antigua, que seguramente es infantil, como casi todos los recuerdos.

(Hay, sin embargo, muchos tipos de recuerdos; qué bueno sería poder clasificarlos.)

Tardo unos minutos en afinar la torpe memoria. A diferencia del calor, que es indistinto e indiferente –salvo, como apunta Wittgenstein, cuando irradia de las partes del cuerpo– el frío es muy exacto y determinable, no en vano se asocia una mente fría con la precisión. Este es un frío afilado por el viento y la humedad del mar que no obstante me seca los labios y se infiltra por mis dientes. He sentido este frío muchas veces: en los andurriales del Gran Buenos Aires, tarde en la noche, entre las fábricas, esperando a veces durante más de una hora a la intemperie una cita que acabó por ser fallida; y en el campo, de madrugada. Recuerdo haberme preguntado cómo hacen el cardo y el abrepuños, el cuis o el charabón, para soportar la rudeza del frío pampeano.

(Todo es rudo en la pampa: la hierba es pasto y lastima la piel cuando la rozas, como hacen sus gentes, que también son ásperas y a menudo despiadadas.)

La pampa es una llanura desconcertante. No tiene límites, todo en ella es horizonte y perspectiva inútil sin demarcaciones y sin más presencia que la propia soledad. La pampa es el verde del pasto y los matorrales de yuyos salpicados del marrón de las manchas de barro que asoman entre los cañaverales o en las calles desoladas de los barrios obreros, un marrón tan intenso que a veces parece negro, porque el barro casi nunca está del todo seco. Es una tierra muy fértil pero tan inhóspita como un desierto. Eso es precisamente lo que quiere decir “pampa”: desierto.

El frío de la Barceloneta me recuerda que de ese desierto vengo yo y allí –seguramente– iré a parar.

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