EL NIÑO GOLOSO

Al mediodía me preparo como postre un crèpe (lo que en mi tierra se denomina “panqueque”) y, mientras dispongo los pocos elementos que se necesitan para servirlo (porque los míos son crèpes precocinados) me digo que mi afición por estas tortillas dulces cuya invención se atribuye a los bretones sin lugar a dudas me sitúa en la clase de los golosos. Me acuerdo de lo mucho que me gustaban, desde muy pequeño, los panqueques que preparaba mi abuela materna, a la que llamábamos Amonita, porque era de ascendencia vasco-navarra.

Pero ese recuerdo al mismo tiempo me trae a la memoria, intacto, un romance español que Amonita me recitaba cada vez que, a la vista de sus maravillosos panqueques, veía asomar en mí los signos de la gula.

Un niño goloso
al par que imprudente,
de dulce una fuente
entera comió.
Recibe su gula
el justo escarmiento,
que el niño al momento
enfermo cayó.
El médico al punto
de tanta dolencia
la causa y esencia
llegó a penetrar,
y docto dispone
amarga bebida
y el plan que la vida
al niño ha de dar.
Y el pobre goloso
en vez de almíbar,
ajenjo y acíbar
llorando tomó.
Así por momentos
de gozo y dulzura,
constante amargura
cien días sufrió.

O sea que yo aprendí a degustar el panqueque con la conciencia inapelable de que mi deseo podía procurarme un inmenso placer pero, al mismo tiempo, era una grave falta, un exceso, una hybris que me costaría un severo escarmiento: “ajenjo y acíbar, llorando tomó”.

En los años cincuenta del pasado siglo el antropólogo inglés Gregory Bateson y los psiquiatras de la escuela de Palo Alto desarrollaron un modelo para explicar el origen de la esquizofrenia. Bueno, en rigor, no la explicaban sino que daban por cierto que una de sus causas desencadenantes era la imposición al niño, por parte de la madre, de un código de conducta que es afirmado y a la vez negado por la misma regla que lo imparte. Describían así una paradoja paralizante, una especie de catacresis o colapso de la posibilidad del sentido que llamaron doble vínculo (double-bind). Obligado a cumplimentar un mandato materno contradictorio, el infeliz niño se hunde en el desconcierto y, a largo plazo, en la locura. En la imposibilidad de dar satisfacción a la orden perentoria de la madre –goza; pero si gozas, te pierdes; lo que a fin de cuentas solo puede entenderse como un: “Te ordeno que te pierdas”– el niño se instala en un contexto vital en el que ese mandato puede resultarle consistente y desarrolla una conducta extravagante. Es decir, que la psicosis esquizofrénica es una respuesta comunicativa que permite al psicótico soportar el double-bind impuesto por la madre. El costo de este sacrificio del sentido y de la razón es, claro está, quedar permanentemente inadaptado para sobrellevar la vida con los demás.

La esquizofrenia es tratada hoy en día no como el efecto exclusivo de una comunicación adulterada sino como una enfermedad que tiene bases principalmente físicas y neurológicas, pero el modelo de Bateson et al. sigue siendo diáfano y esclarecedor en la medida en que describe, con una lógica aplastante, un drama pequeño –pero decisivo– que suele plantearse en la formación de casi todo el mundo. En mi caso, este fue solo uno de los muchos double-binds que hube de resolver en la infancia pero, por fortuna, no llegaron a generar una psicosis completa. En cambio sí me convirtieron en un individuo sensible a la lógica bizarra que siguen todos los psicóticos con los que, por una razón u otra, me he cruzado a lo largo de la vida. Me dio la posibilidad de conocerlos muy de cerca y compartir su mundo alucinado; y a veces, cuando los he querido, a punto estuvo de arrastrarme con ellos a los abismos de su locura.

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