DECEPCIÓN

Blade Runner es una película protagonizada por un actor muy limitado, que, en las tomas dramáticas de su amplia filmografía suele poner la misma cara de angustia (Harrison Ford). Lo acompaña en el elenco un alemán de caderas demasiado anchas para parecer atlético (Rüdiger Hauer), una mujer hombruna (Darryl Hannah) y otra, de cejas muy gruesas, que el maquillaje hace el milagro de convertir en una mujer bellísima (Sean Young). Abundan en el film los efectos especiales, como cabe esperar en cualquier película futurista, aunque su director (Ridley Scott) tuvo la astucia de no darles un protagonismo exagerado y consiguió así evitar la banalización. Los efectos que emplea son espectaculares pero sirven estrictamente para acompañar la acción, sin sustituirla.

Blade Runner obtuvo un gran éxito. Sin embargo, la aprobación casi unánime que gozó esta película por parte de todos los públicos es sospechosa. Quizá se deba a que está filmada con técnicas y trucos publicitarios. El género publicitario es lo que casi todo el mundo sabe interpretar aunque no entienda gran cosa acerca de cine; o quizá se deba a dos componentes importantes de la producción: el diseño del escenario, que acierta en presentar nuestro horror cotidiano al tiempo que lanza conjeturas certeras sobre lo que nos espera en el futuro; y el guión, que pivota sobre algunos asuntos que, consciente o inconscientemente, preocupan a casi todo el mundo, incluso a los menos sensibles y a los descerebrados que solo atienden a las escenas de acción en las películas. Me refiero a la finitud y el miedo a la muerte; y a la sensación de soledad que estos dos sentimientos inspiran.

El guión tiene algunos momentos inolvidables. Uno de ellos es el canto del replicante (Hauer) instantes antes de morir bajo la lluvia, que suele ser el pasaje más citado, tal vez porque en él está resumido lo más tópico del romanticismo: alude al desconsuelo por lo que se irá con cada uno de nosotros cuando nos llegue la muerte y se perderá como “una lágrima entre las gotas de lluvia”.

Pero hay otros pasajes en el film, no tan luctuosos o melancólicos. En ellos se ilustra la finitud a través de la experiencia de una decepción. El primero es la angustia que asalta a la replicante de compañía (Sean Young) cuando el Blade Runner le revela que eso que ella tiene por sus recuerdos más íntimos y queridos, en realidad son datos que han sido implantados en su memoria por el diseñador de su cuerpo. Así pues, la chica descubre de un plumazo que todo su pasado –sus amados padres, algunos episodios felices de su infancia en vacaciones, aquella mascota, etc.– es una ficción. Herida en su intimidad más profunda, como si hubiese sido profanada, la chica no puede contener el llanto cuando comprende que nunca ha estado de veras en posesión de sí misma.

En un segundo pasaje de nuevo asistimos a una decepción igualmente angustiosa: llega el Blade Runner al apartamento del programador y lo reciben unos enanos muy simpáticos que le dan la bienvenida con aspavientos, bromas y piruetas. Y, al cabo de unos minutos, se da cuenta de que ese recibimiento cordial ha sido concebido por el dueño de casa como un medio de paliar su propia soledad, que los enanos son muñecos que el programador ha creado para darse una compañía artificial, que los enanos son dos simulacros que repiten la misma ceremonia cada vez que alguien llama a la puerta del apartamento. Se diría que aprende que toda vida no es más que gesto o pantomima y, lo que nos inspiran esos gestos, no es más que la consiguiente sustanciación de sus signos.

Vuelvo ahora sobre estos episodios y comprendo que uno de los mayores daños que pueden hacerse a un hombre es destruirle su experiencia –la que guarda en su memoria y la que ejecuta en acto– por vía de la simulación.

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