EL ABANICO

El parque central de Berlín se llama Tiergarten, o sea, el zoológico. Me puse a buscar referencias sobre el Tiergarten y recordé que Walter Benjamin escribió unas memorias de su infancia en Berlín; entonces hurgué entre mis libros y las encontré: un volumen muy delgado, que estaba colocado en el anaquel casi pegado a otro, también de Benjamin (Dirección única. Madrid: Alfaguara, 1988). Intenté sacarlo de la biblioteca con el dedo índice pero lo puse donde no debía y en su lugar me salió el otro, que se abrió al azar en la página 57, donde encontré este fragmento.

ABANICO. Todo el mundo habrá tenido la experiencia siguiente: cuando se ama a una persona, incluso cuando solo se piensa intensamente en ella, casi no hay libro en el que no se descubra su retrato. Y hasta se presenta como protagonista o antagonista. En los relatos, novelas y cuentos reaparece en metamorfosis siempre nuevas. Y de esto se deduce: la capacidad de la fantasía es el don de interpolar dentro de lo infinitamente pequeño, de inventar una plenitud nueva, compacta, a cada intensidad que se traduzca en extensión; en pocas palabras, de considerar cada imagen como si fuera la de un abanico cerrado que solo toma aliento al desplegarse y, en su nueva dimensión, exhibe los rasgos de la persona amada que ocultaba en su interior.

Me veo en la obligación de corregir a Benjamin: no solo se encuentra a la persona amada en los libros, sino en todas partes; pero eso sucede solo cuando nos falta; y a menudo lo que pasa es que no la encontramos sino que vamos a buscarla. Nada nuevo por ahí. En cambio, la idea de una imagen como un abanico que encierra otras imágenes inesperadas es luminosa.

Miré entonces las paredes de casa, que están forradas de libros; y pensé que ya es hora de vaciarlas. Vivo rodeado de demasiadas imágenes inesperadas, demasiados abanicos.

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