INTANGIBLE

En un escenario acicalado, lo mismo si es íntimo como un tocador o el dormitorio de una casa o si es público como un parque, una plaza o un palacio de congresos, se expone una representación de la felicidad que muy rara vez se aproxima al hedonismo autén­tico, pero que todo el mundo puede reconocer. Por esa razón las revistas de decoración o los catálogos de arquitectura y urbanismo acaban resultando empalagosas y, al rato de hojearlas, producen la misma indiferencia complacida que los libros de Franco Maria Ricci donde, aunque se supone que sólo se encuentra en ellos cosas bellas, su contemplación suscita fastidio pues responden a un ideal inverosímil de belleza: una belleza que no se puede tocar, que solo existe para ser vista.

Naturalmente, no se trata de ponernos radicalmente iconoclastas: un número enorme de objetos fundamentales de este mundo contemporáneo­ solo existen para ser vistos. Se trata más bien de discriminar entre la belleza visual del escenario y la belleza –digamos– más auténtica que, como en el caso de unas piernas bien torneadas, no se puede describir sino que se ha de experimentar por contacto con ellas. La belleza de unas piernas de mujer bien torneadas invita a ser tocada. El cuerpo bello incita a que uno lo toque, está hecho para eso. La belleza del cuerpo estimula nuestros sentidos más animales –el tacto y el olfato–, por contraste con la vista, que es humana, demasiado humana. A menudo las formas bellas son táctiles incluso en los objetos inertes. Tocar es voluptuoso y trasgresivo (el noli me tangere que acompaña a todas las obras de arte), por eso la seducción comienza siempre la parte crítica de su ritual por un toqueteo. No obstante, la estética se ha construido en torno a la visión y por denegación del tacto, pese a que el ojo es atinado y el tacto en cambio es infinito, casi coextensivo con la imaginación. El tacto no se agota, no tiene contornos. La mirada, por el contrario, es finita, de tal modo que para que la sensación alcance el sentido es preciso cerrar el campo de la experiencia, tal como dictaminan las leyes de la Gestalt.

¿Pero cuál es el campo de la experiencia cuando se trata del espacio? El espacio queda determinado de forma unilateral y sesgada a través de la mirada. Podemos seguir el cauce de esa determinación en la evolución de la arquitectura europea y sus hitos que se corresponden con variaciones en la mirada. Por ejemplo, podemos distinguir el momento en que la arquitectura se propone expresar lo sublime visual construyendo un objeto como el rascacielos que, por definición, siempre ha de ser más y más alto, hasta que sobrepasa la vista.

No obstante, hay otra determinación del espacio que se ejecuta por el movimiento del cuerpo: la masa de corredores de una maratón urbana, por ejemplo, primero observada en Nueva York y más tarde imitada en tantas partes. Ver el espacio (medirlo, ordenarlo, decorarlo, proyectarlo) no es lo mismo que atravesarlo. Vauban no es un tuareg; y su diferencia se extiende al espacio que sus diferentes culturas llegan a determinar, un espacio irreductible. Si el espacio fuera exclusivamente visual, como de algún modo lo piensa la estética ligada a la mirada, entonces no habría sentido espacial (volumen, densidad, fondo) en la pampa, en el desierto, en un abismo marino: para un observador situado justo en el punto en que no se ve ni el fondo ni la superficie de un lugar cualquiera.

El espacio es forma pura kantiana, por consiguiente no es del todo sensorial sino lo exterior al cuerpo y éste, la limitación de la extensión sensible, el aquí de la sensibilidad (gustativa, olfativa, táctil, etc.)

Solo el cuerpo amado contiene un espacio que no se ve ni se puede tocar.

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