TRISTE

Sobre el plató de la grabación trajinan un buen número de técnicos. Estamos al aire libre, en una terraza que da a unos amplios jardines, en Santander. Veo dos cámaras con sus respectivos operadores, un sonidista, una script, un personaje curioso que maneja unas enormes pantallas que sirven para aumentar la luz del escenario, varios electricistas (deben de serlo porque se dedican a enchufar y desenchufar la parafernalia electrónica para grabar la entrevista, que saldrá en televisión); y también está la presentadora que estará a cargo de conversar con nosotros. La veo repasar sus apuntes de trabajo: es una rubia artificial, muy maquillada y vestida con estudiada discreción y recato, lo que no le ha impedido algún que otro detalle de coquetería: lleva unas finas pulseras de colores y el escote de la blusa muy abierto. No es fea, pero tampoco es linda.

(En estos casos, mi madre solía decir: “No es linda, es joven”; y aquel juicio, tan preciso, sonaba como una sanción inapelable.)

Sin embargo, un individuo corriente la consideraría francamente atractiva. Yo, en cambio, no. La belleza en una mujer es un atributo que reconozco en muy pocas ocasiones. Es alta, espigada y se diría que incluso podría pasar por elegante, aunque lleva una falda de boutique de barrio y agita demasiado la cabeza al caminar, seguramente para llamar la atención hacia el brillo de sus cabellos teñidos.

Los entrevistados somos dos. Yo, que observo encantado los preparativos para la construcción de una conversación fraguada y sigo fascinado la preparación de la tramoya y la tarea del equipo de televisión; y mi compañero, un tipo muy vanidoso, de voz engolada y modales palaciegos que no se corresponden con su origen social: a todas luces se ve que no ha nacido en ningún palacio. Se supone que tendremos que responder a unas preguntas protocolarias sobre la filosofía, la cultura, los libros, etc. etc., y lo más probable es que estén fuera de lugar: porque ¿qué demonios tiene que ver la filosofía con la televisión? Mi compañero sin embargo no se siente incómodo por el trance sino que se muestra muy expectante; afirma que no debemos dejar pasar la oportunidad que se nos brinda de dirigirnos al Gran Público; y, por otro lado, confía secretamente en que este inesperado momento mediático le hará ganar en notoriedad. Todo su trabajo –es hombre muy laborioso– está dedicado a obtener notoriedad, para la que se considera legítimamente habilitado. ¿Por qué quiere ser notorio o célebre o simplemente famoso? Casi seguro que se debe a que su mamá nunca lo quiso demasiado; desde luego, no tanto como él hubiese deseado.

Al cabo de unos minutos largos, ocupados por preparativos y ajetreos, el equipo se concentra. Vamos a salir al aire. Se encienden los focos, todo el mundo guarda silencio y la presentadora nos introduce. Lee correctamente nuestros antecedentes, aunque tal como los expone, el orden de nuestros laureles no tiene ninguna jerarquía conocida, lo que quiere decir que, para ella, todo lo que representamos o que hayamos hecho en nuestras carreras profesionales tiene la misma importancia, puesto que acaba de enterarse.

Enseguida se inicia la serie de preguntas. Oigo la voz de mi compañero que se adelanta para contestar la primera y la segunda y, por el rabillo del ojo, lo veo gesticular con ademanes de conferenciante y ofrecer una sonrisa de diplomática impostura que la rubia presentadora le devuelve complacida: así, de eso se trata, lo estás haciendo muy bien. Qué alivio para mí, me siento cómodo en el papel de telonero al que he sido desplazado y confío en salvar la situación como pueda, sin necesidad de intervenir, pero –es inevitable–  me llega una pregunta: “Dígame, profesor, que se estropee la nevera ¿es una tragedia?”

(Dioses…)

Contesto como puedo, tratando de dar pábulo a lo que se supone que es un guiño dirigido al público del programa –un magacín que sale a media tarde por el canal de mayor audiencia– pero en medio de mi respuesta, alcanzo a ver en el fondo del escenario a un personaje que llama mi atención: detrás de los focos y las cámaras, me fijo en uno de los técnicos que está apoyado contra la balaustrada que rodea el plató mientras sostiene con una mano una palanca que mantiene el reflector apuntado hacia nosotros. Al principio me parece que se ríe de la escena, pero enseguida compruebo que no, que su cara no está deformada por la risa sino que lo que pasa es que llora desconsoladamente.

Su llanto es inaudible pero es evidente que sufre de manera incontenida sin que nadie a su alrededor se aperciba de ello; y dura todo el tiempo que lleva la entrevista, lo que acaba por resultar angustioso para mí. ¿Por qué estará tan triste? Su tristeza es mucho mayor que la cotidianidad del trabajo y no la distrae ni cumplir con su obligación ni nuestras respuestas. Está atrapado por una terrible congoja.

(Todavía no sabía yo que esa tristeza era posible.)

Mientras se desarrolla la entrevista siento que se forman muchos planos en el escenario, como los que gustaban pintar los artistas barrocos: cada uno al lado del otro y como asomado al otro, ventanas abiertas a sucesivos teatros compuestos o vistas trazadas por espejos enfrentados. Estamos nosotros dos, con nuestra banalidad intelectual mediatizada y, tras un invisible velo, el espacio que ocupa la presentadora, obligada a ser cordial y coqueta; y detrás de ella, la densa tramoya técnica que convertirá la entrevista en un cuadro de la televisión vespertina; y al fondo, casi a escondidas, el drama de ese individuo desconocido al que yo asisto por casualidad.

Pienso que esto mismo tiene lugar todo el tiempo y en todas las situaciones humanas pero que rara vez llegamos a darnos cuenta de que estamos colocados al azar en planos reales sobrepuestos que no se involucran ni se tocan sino que, a veces, se asoman unos sobre otros y nunca entienden lo que tiene lugar en ellos; y acabada la entrevista, que dura solo unos pocos minutos, busco con la mirada al hombre que llora, mientras la ayudante de dirección me quita los micrófonos que llevo abrochados a la camisa; pero es inútil, el desdichado ya no está.

(Tristeza não tem fim
Felicidade sim
)

Y entonces, atravieso el umbral y entro en el siguiente escenario.

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