EN TRÁNSITO

Hace mucho tiempo, en plena eclosión de los tormentosos años setenta en la Argentina, vi por primera vez una película memorable de Luis Buñuel, El discreto encanto de la burguesía (1972). La cámara seguía la vida cotidiana de un grupo de burgueses franceses, dedicados a sus pequeñas miserias, sus traiciones, sus intercambios comerciales de dudosa moralidad y sus breves amoríos y adulterios sin importancia, salpicados con veladas formales y ceremoniosas y muchas, muchas comidas que se desarrollaban sobre un fondo de precariedad y peligro marcado por la sucesión inexplicada de atentados, asesinatos y escenas de violencia social que los burgueses soportaban sin inmutarse, tratando que su vida siguiese como siempre: firme, protocolaria e inalterada.

El gag mejor logrado en la película era ese shifter que Buñuel utilizaba para guiar al espectador, llevándolo de un escenario al siguiente: el grupo de burgueses filmado mientras caminaba por una carretera solitaria de la campiña francesa, unos al lado de los otros, sin dirigirse la palabra. La primera vez que vi El discreto […] advertí la inteligencia de esta secuencia repetida, que servía para dar una mínima continuidad a los episodios de la historia pero cuidando de dejarla tal cual, fragmentaria, sin la necesidad de trazar trama alguna; pero no me di cuenta de lo que –quizás– mostraba por añadidura: que los momentos de paz en la vida de todo el mundo son en verdad los momentos de tránsito, cuando pasamos de una situación a la siguiente, esos lapsos en que los dramas que amenazan nuestras vidas parece como si quedaran en suspenso. En rigor, la vida se compone de incidentes, que luego sirven para construir historias, pero la suma de los incidentes no conforma la totalidad del tiempo de vida propia sino que comprende solo una parte del relato de cada uno. En efecto, la experiencia cotidiana diaria está atravesada de tránsitos neutrales –ir y volver del trabajo a casa y viceversa, recoger el pantalón de la tintorería, esperar a un amigo que se retrasa en la cita, recorrer el espacio en el campo o en la ciudad para cumplimentar alguna obligación o compromiso, etc.–, acompañados de pequeños ritos sin importancia, como peinarse, mirarse en el vidrio del escaparate, mirar el escaparate y entrar a la tienda para preguntar un precio, saludar al vecino en la escalera o desempacar y poner en orden la mesa de trabajo enseguida de entrar a la oficina; y esos instantes repetidos con una homogeneidad angustiosa, como ese recuerdo que asalta una y otra vez al despertar por la mañana y que está como atascado en la memoria y se hace presente a la misma hora del día, justo cuando estamos en tránsito, del sueño a la vigilia.

Si fuera verdad que la vida de los burgueses de Buñuel es epítome de la vida de casi todo el mundo, entonces la manera más sencilla de evitar nuestros dramas y sus correspondientes penurias sería procurar moverse y transitar todo lo que se pueda, como nómadas enloquecidos poseídos de manía ambulatoria; en suma, vivir en perpetua trashumancia, en estricto régimen transitorio, porque lo funesto acontece solo cuando el tiempo se detiene, nunca cuando está en movimiento.

Entiendo entonces que me resulte tan placentero, tan apacible y tranquilo, el hecho de mirar por la ventanilla la desangelada meseta castellana, un lugar donde casi nunca hay nada que merezca ser contemplado, mientras el tren la atraviesa a toda velocidad; y dejar que todo, absolutamente todo, vaya neutralizándose.

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