JOÃO FERNANDES

El agua del Atlántico se desparrama al llegar a la orilla en la playa de João Fernandes y se derrama dulcemente sobre la arena de destellos dorados. El aire  resplandece bajo el sol del mediodía. Salimos del mar caminando despacio, de espaldas al horizonte. Miro hacia adelante y sobre el fondo de unas pocas casas bajas construidas entre la vegetación, veo andar a tu cuerpo al lado de Mainha. Te oigo conversar animadamente. No puedo oír lo que dices y tampoco lo que me comenta Ricardo a mi lado: es una extraña manera de estar aturdido.

No importa: estoy muy sereno, complacido. El día es espléndido y el olor yodado del agua de mar me penetra profundamente: es un olor oceánico, inconfundible. Miro tus caderas que se mueven al compás de tus largas piernas. Me fijo en la curva de la silueta casi perfecta y en el corte de la cintura, que es muy alto y no puedo evitar decir algo acerca de lo que veo (siempre tengo algo que decir), acerca de esa forma de belleza canónica, apolínea. Lo único que atino es a señalársela a Ricardo echando las dos manos hacia adelante, como si hiciera un gesto de ofrenda o de consagración. “Ta vendo isso, rapaz?”, le digo a Ricardo en un vano intento de compartir la visión, aunque sé que es imposible que el otro vea lo que yo. El otro no puede ver lo que yo contemplo de forma arrobada, pese a que no está ciego ni es indiferente. Todo lo contrario. Lo que mis ojos ven solo está presente para él; existe, pero no está allí. No es cabalmente un objeto sino una extensión de mí mismo y del vínculo que mi sensibilidad establece por casualidad con lo que ven mis ojos y conmigo mismo. Comprendo entonces que la sensación ha conseguido unir mi condición y un estado del mundo que tiene la forma de una mujer. Esa realidad existe solo para mí y para mi deseo o para la torpe atención que le dedico; y enseguida se desvanece.

Son apenas unos pocos segundos que se quedarán clavados en mi recuerdo para siempre.

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