HABERMAS

Una tarde asistí a una conferencia de Jürgen Habermas en la que –cuándo no– se planteaba la cuestión del futuro de la filosofía. Para Habermas la tabla de salvación de la filosofía frente a la imparable amenaza reduccionista de la técnica era el Lebenswelt, el mundo de la vida. Mejor dicho –para nosotros,  latinos– la vida misma.

Recuerdo que me pregunté, en silencio, cuál era en verdad mi vida y me respondí que mi vida era el Lebenswelt de una mujer que ella no podía compartir conmigo porque era una psicótica.

(¿O era yo mismo el psicótico? Cuestión harto comprometida, sobre todo porque era imposible de dilucidar.)

Al final de la conferencia, llegado el turno de las preguntas, le pregunté a Habermas cuál era el juego del psicótico; es decir, si puede decirse que un psicótico tiene Lebenswelt , un mundo plausible que la ciencia o la filosofía puedan representarse. La pregunta era retórica, casi de cortesía; y además yo conocía la respuesta. De todas formas Habermas, en lugar de abordarla, me contestó de manera desconcertante: se escudó, diciendo que él no era psiquiatra. Le pregunté entonces por el mentiroso o el estafador, que deliberadamente juegan –o viven– en mundos que no son “objetivos”, que no existen. Ah, me contestó Habermas, pero para jugar a lo falso hay tener alguna consciencia de la verdad. Se suponía, pues, que la filosofía no podía hacerse cargo del Lebenswelt del psicótico pero sí del Lebenswelt del estafador porque este último está necesariamente próximo a la verdad. Ahora –pensé– lo que es retórica es la respuesta y no la pregunta; y, por añadidura, muy decepcionante.

Llegué pues a la conclusión de que Habermas no sólo no era psiquiatra sino que tampoco era filósofo.

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