LA FASCINACIÓN (II)

En su delicada e íntima evocación de su abuela, mi compadre Rafael Gumucio escribe lo siguiente a propósito de lo que se esconde detrás de la fascinación:

La fascinación es en definitiva una manera de ahorrarse al otro, de convertirlo en una idea imposible de completar, destinada a la decepción, al engaño o a la melancolía.

En efecto, cuando caemos fascinados por alguien -no ocurre lo mismo cuando se trata de una idea, aunque también las ideas y las acciones inspiran fascinación- una parte decisiva de nuestra capacidad de discernir se bloquea o se embota, de tal modo que lo que el otro es en verdad

(Si es que hay algo semejante a «ser en verdad».)

se desplaza y queda sustituido por una versión idealizada, un doble que no se ajusta a representación y que, por lo tanto, no puede ser compartido. Ese doble se interpone entre nosotros y el otro hasta sustituirlo completamente. Parece como si lo realizara para siempre pero lo que en verdad hace es dar cuerpo a nuestro deseo. Por esta razón, el que cae fascinado no se aferra al objeto por el objeto en sí, sino a la experiencia de su deseo que, en la fascinación, es incomparable.

Por desgracia, está escrito que no hay deseo que pueda cumplimentarse pues la condición del deseo es la insatisfacción. La fascinación sirve, pues, para dilatar, postergar, el fatal desenlace. Toda fascinación conlleva la certeza de que, en algún momento, ese que nos fascina habrá de decepcionarnos, tras lo cual nos sentiremos engañados o estafados por él y, cuando esto ocurra, ya no habrá manera de sustraerse de la nostalgia del encantamiento. Cuando la fascinación se disipa no es el otro lo que se evoca en la melancolía resultante sino el deseo que una vez inspiró.

¿Acaso es posible evitar el desenlace trágico (que es una manera de reencontrarnos con la ramplona verdad)? La abuela de Gumucio pensaba que sí, que en vez de fascinarse con el otro, de lo que se trata es de hacerse cómplice de él. Sin embargo, aunque la complicidad es una estrecha cercanía con el otro y resulta inofensiva, no es más que una de las caras posibles de la compañía. En ella ya no hay posesión del otro ni el fascinante vértigo de sentirnos poseídos por él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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