INTERLUDIO

Cuando se llega al final de la calle Muntaner se desemboca sobre una plaza desarbolada y sucia que se abre sobre la ronda de San Antonio. En el frente, sobre una callejuela que lleva hasta una iglesia y, más allá, a la Facultad de Filosofía, se destaca el portal de un teatro. Enfrente del teatro hay una jamonería –nada tan español como una venta de jamones– toda tamizada de morados y rojos y amarillos, donde los dependientes lucen enormes boinas y delantales negros.

(¿Quién va a al teatro de Barcelona? El teatro es un anacronismo. Los aficionados al llamado arte dramático son tradicionalistas encubiertos, gente de talante conservador, como él mismo; aunque a él no le gusta nada el teatro.)

En los aledaños de la ronda de San Antonio se suele ver a muchos inmigrantes, sobre todo filipinos. Una tarde en que caminaba acompañado por Marbot, a la altura de la iglesia antes de alcanzar la ronda vieron cómo un individuo castigaba en plena calle a una mujer, filipina como él. Era chocante observar la disputa de la pareja desarrollándose a la vista de todo el mundo. Ella se resistía como suelen hacerlo las mujeres, pasivamente, no respondía a las agresiones del hombre pero tampoco intentaba huir. Su obstinación en ofrecerse como víctima de la brutalidad del hombre solo podía ser una especie de sacrificio, porque simplemente lo dejaba hacer. El tipo parecía querer llevársela a casa y ella se negaba pero no hacía demasiados aspavientos. Era una escena un tanto ridícula, como de una mala obra de teatro. Sin embargo, a Marbot la puso fuera de sí y la decidió a intervenir directamente en la disputa. “A ver, tú, déjala ya, que no estamos en tu país, aquí no se maltrata a las mujeres.”– le increpó al filipino.

Más que justiciero, a él le pareció que el gesto de Marbot era un típico alarde de solidaridad entre mujeres, además de ser veladamente xenófobo. Era correcto, sí, aunque no exacto, puesto que en España se maltrata a las mujeres tanto como en cualquier otra parte y, por otro lado, la actitud solidaria en ella sonaba algo impostada: él nunca se la había visto; lo que no era extraño en Marbot, pues lo impostaba absolutamente todo.

(¿Solidaridad? Él no siente que nadie se merezca solidaridad y tampoco la reclama para sí cuando tiene problemas; algo que aprendió en Barcelona, donde la solidaridad es una demanda ilegítima y lo habitual es hacer gala de que cada uno se basta a sí mismo.)

La disputa de la pareja de filipinos siguió durante un buen rato, entre forcejeos y gemidos y frases incomprensibles en tagalo. Sin embargo Marbot no estaba dispuesta a cejar en su alegato e insistió con su soflama igualitarista: “Para ya. Déjala en paz, cabrón.” Hubo un momento en que se puso tan desafiante que él temió que el filipino la emprendiese también contra ella. Sin embargo, no hubo nada de eso. Con absoluta indiferencia, el tipo no le prestó ninguna atención y en cambio se defendió con un argumento desconcertante. Como toda explicación le dijo a Marbot: “Que no ves que no pasa nada. Es mi mujer”; y no hacía falta que agregara “Hago con ella lo que me da la gana”; reacción que Marbot no podía prever y que bastó para acallarla; y entonces él aprovechó para convencer a Marbot de que mejor era que se salieran de allí y dejaran que los filipinos resolvieran a su manera sus diferencias.

A él el incidente le hizo pensar que lo atraen las mujeres filipinas, porque suelen ser pequeñas y sensuales y caminan con las piernas un poco abiertas, arrastrando las ojotas y echando el vientre hacia adelante, como hacen los perezosos; y no prestó mucha atención a larga invectiva contra los filipinos que maltratan a sus mujeres, que Marbot elaboró a continuación. Prefirió permanecer en silencio y recordó que la propia Marbot se había merecido una paliza y que él no se la había pegado; y que se arrepentía por ello. Pero no dijo nada. Ya era tarde, había pasado la ocasión.

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