APUNTE SOBRE LA CRÍTICA

La crítica –del arte y la literatura, pero también la crítica de la sociedad o de las costumbres– nace en nuestra tradición cultural cuando resulta legítimo y razonable hablar desde un punto de vista particular. En la antigüedad se pensaba que solo los locos o los charlatanes o los bufones (o las mujeres, que el derecho romano categoriza como sexu imbecile) se permitían hablar por ellos mismos. Ninguno de estos puntos de vista gozaba de respeto, aunque no por ello dejaban de ser voces individuales autorizadas. Las demás, incluso las voces de los poetas, se entendía que lo hacían por influjo de la Musa o de algún dios; y, por otra parte, el punto de vista de los filósofos, se tenía por la voz de la Razón.

La transformación de nuestras sociedades en vastos conglomerados de individuos autónomos, proceso que a veces aparece descrito como modernización, conllevó la generalización del punto de vista crítico, entre muchos otros fenómenos relacionados con el ascenso del individualismo y lo que podríamos llamar «el mundo de cada uno». La crítica ha sido una modalidad sobre todo moderna porque, pese a que desde siempre ha aspirado a armarse de razón y de técnica, desde su origen ha sido indistinguible de una opinión y, como fundamento de esta, de una voz que se hace cargo de su testimonio y del sujeto que la rubrica o le da signatura, algo que, en las sociedades antigua o medieval, solo era posible hallar en ámbitos y funciones marginales. Para hacerse respetable, la crítica siempre ha procurado adscribirse a un régimen o criterio de verdad que la convalide o la refute y que la distinga así de la habladuría o del capricho racional. Por eso es tan importante el “facticismo” (las comillas en esta palabra son inevitables dado lo recursivo del concepto) en los tiempos modernos, puesto que los hechos sirven para abonar o no alguna opinión y los inevitables prejuicios implicados en ella. Por consiguiente, puede decirse que ser moderno es ser crítico, dado que lo único inequívocamente nuevo es esa capacidad inédita que posee el sujeto en nuestro tiempo de trazar una distancia respecto de su objeto y de medirla por la envergadura de la pasión propia; pero, eso sí, fundada en hechos contrastables que la invisten de «objetividad».

Una de las razones por las que, hace ya algunas décadas, el proclamado final de los tiempos modernos fue acogido con tantas resistencias fue la sospecha de que con el final de la modernidad parecía ponerse término al espíritu crítico y, sobre todo, al gesto con que se suele identificarlo y a su protagonista. Fin de lo moderno, fin del sujeto, fin de la opinión. Y en particular, la muerte de esta última era algo extraña puesto que no implicaba que se dejara de opinar, sino exactamente lo contrario: que todo el mundo estaba legitimado para hacerlo. En suma, que habíamos llegado a la época en que todas las opiniones, todos los juicios, todas las perspectivas, son correctas.

Resulta curioso que este diagnóstico, hecho hace casi treinta años, haya dejado de repetirse y de difundirse y que ya casi nadie se acuerde del final de la modernidad, pese a que hoy en día seguimos como entonces: sin un discurso crítico y con la opinión y el juicio en su versión más llana y democrática, en el grado cero de la relevancia. Basta observar a los «críticos» contemporáneos: los de antaño tarde o temprano desembocaban en un programa revolucionario y radical; los actuales han sido reemplazados por profetas mediáticos y bienpensantes, que vienen de y hablan a la gente –¿hay algo más allanado y uniforme que la opinión, crítica o no, de la gente?– cuyo programa de justicia y reparación, puntos más, puntos menos, consiste en dejarlo todo como está; si acaso, mejor administrado.

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