SOBRE LA POSIBILIDAD DE LA LITERATURA

Todo arte trabaja sobre una experiencia anterior, lo que da cumplimiento a la muy citada fórmula según la cual nada puede surgir de la nada (Ex nihilo nihil fit) y, al mismo tiempo, pone las cosas en su lugar puesto que advierte que solo el Creador (o sea, Dios mismo) es capaz de creación.

En efecto, el arte –o cualquier otra práctica desarrollada en su nombre– elabora o reflexiona sobre una experiencia que no puede ser archivada ni olvidada por el artista, lo que justifica el oficio de algunos historiadores del arte cuando se afanan por encontrar las fuentes de inspiración de una obra o cuando hurgan entre posibles influencias o compromisos de su creador. Por supuesto que esta cualidad –llamémosla así– “subsidiaria” respecto de la obra que ha sido su fuente de inspiración no la hace inferior a su antecedente pero obliga a reconocer en cada caso una estirpe, una genealogía ineludible que, según los contextos, puede remontar a una obra o a un autor de emulación, al seguimiento de una tradición o de una regla o de lo que algunos llaman un “estilo”.

Todo arte es inspirado, pero no todas las inspiraciones son iguales y no todas son de la misma intensidad ni se organizan de la misma manera. El oscuro surrealista, escritor de provincias que se esconde detrás del seudónimo “Julien Gracq” observa en uno de sus extraños libros que:

La posibilidad de la literatura, y particularmente de la poesía y la ficción, descansa sobre la persistencia en el espíritu de imágenes e impresiones originadas por palabras, infinitamente superiores en duración a la persistencia de las impresiones luminosas sobre la retina, o sonoras sobre el tímpano (Gracq, Leyendo, 239).

A menudo se observa que la escritura de un autor tiene esta o aquella referencia autobiográfica o que está inspirada en el trabajo o en la experiencia de otro. Por supuesto que en casi un cien por ciento de los casos esto se cumple: ya decía Paul Valéry que no existe pieza de teoría que no tenga como base alguna experiencia personal (por cierto, Valéry es un autor aborrecido por Gracq), pero Gracq añade una observación más profunda: que no es la experiencia o sus imágenes las que dan lugar a una obra sino las palabras que necesariamente interpretan esa experiencia y que dejan huella en la memoria. O sea que para escribir no solo es preciso haber pasado por una “situación literaria” sino haberla experimentado en forma de palabras. El autor no recuerda la experiencia sino las palabras que le dan nombre y presencia en imágenes. Son esas imágenes las que más tarde el lector habrá de recoger y recrear durante su lectura.

Para el romanticismo malo (por ejemplo, el de mi madre, quien afirmaba que se involucraba en situaciones para después poder escribir acerca de ellas) la literatura llega post festum, de tal modo que, cuando mucho, queda asociada a una supuesta elaboración melancólica. En cambio, para el romanticismo bueno

(Esto de “malo” y “bueno”, reconozco que es bastante tonto. Cuando hablo acerca de un “romanticismo bueno” me refiero a un “romanticismo verdaderamente ejemplar”)

la literatura es una especie de preconcepción de lo que hay. No se trata de vivir literariamente sino de prestar atención al mundo que solo para unos pocos se traduce y se recuerda en forma de palabras organizadas. Esto es lo que hace macarrónicas las “escuelas” de narrativa, poesía, teatro, etc.; y especialmente deshonestos a quienes “enseñan” en ellas, puesto que pretenden hacer de lo que es un don (o una desgracia) una técnica reducida a un conjunto de recetas.

El escritor genuino es como el peronista, que según decía Perón: “Nace, no se hace”.

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