LITERATURA E HISTORIA

El Reino (Barcelona, 2015), último artefacto literario de Emmanuel Carrère que aún no he terminado de leer, está aparentemente dedicado a desentrañar en qué consiste ser católico, asunto que cada día que pasa me interesa más, por razones que no vienen al caso. En las primeras secciones de su libro Carrère hace lo que puede para no mostrar una religiosidad tenebrosa y atormentada, como la de Léon Bloy o Huysmans, pero le sale esa prosa típicamente francesa y decimonónica que tan bien se afina con los fondos musicales de César Franck; y pese a su reconocida pericia no puede evitar que la retórica francesa y el catolicismo más rancio se potencien de forma vacua e indigesta en su texto.

El libro parece que va a perderse en palabrería meapilas cuando de pronto da un vuelco: Carrère cambia de enfoque y se fija en Pablo de Tarso, conspicuo creador de esa extraordinaria revolución que fue el cristianismo. Atrás queda el rodeo por sus cuadernos místicos de juventud, Carrère se deja de monsergas teologizantes y se pone a contar la historia de Pablo; es decir, vuelve a narrar los Hechos de los Apóstoles y, al hacerlo, traza un fresco diáfano, casi perfecto, sobre el mundo del siglo I que alumbró el nacimiento del cristianismo. ¿Sus fuentes o sus referencias documentales más o menos eruditas son acaso novedosas? En absoluto. La virtud de Carrère como cronista de los viajes y avatares del Apóstol Pablo por el mundo helenístico es puramente literaria, como lo es cualquier crónica salida de la pluma de los grandes historiadores de todos los tiempos: Herodoto, Tácito, Tito Livio, Suetonio, Michelet, Foucault o Simon Schama.

Reencontrarme con esa historia ha sido para mí algo gozoso y revelador. El positivismo a la manera de Mommsen y sus derivas funcionalista y marxista quisieron convertir la historia en remedo de ciencia estricta, prosa del realismo ramplón aderezada con datos, estadísticas y encuestas y pruebas, como si la construcción de un relato histórico fuera lo mismo que la instrucción de un caso. Cuando llegaron a algo próximo “a lo que en verdad sucedió” sus relatos no enseñaron nada; y cuando abonaron una concepción del mundo, como el llamado materialismo histórico, la “ciencia” fácilmente se descompuso y se hizo ideología. Sin embargo, su pretensión de rigor y justicia histórica siguió vigente. Esto explica que tras la hegemonía del periodismo sobre la escritura de la crónica, cada tanto se haga el elogio del facticismo como cualidad irrenunciable y profesión de fe de la historia cuando lo cierto es que, como ya advirtió Aristóteles (o quien haya recopilado las lecciones que forman la Poética), la historia está más cerca de la poesía –o sea, de la literatura– que de la verdad, puesto que no es un sentido dictado por la organización de los hechos sino un acto de apropiación de algo que nunca se da. No es un desvelamiento sino una construcción y, por consiguiente, el buen historiador no es un contable o un escriba aplicado sino siempre un hombre de imaginación.

¿Supone acaso esta reafirmación del sesgo y la perspectiva una renuncia a la verdad? En absoluto. ¿Qué es (qué debe ser) verdad? Nietzsche reivindicó la historia como invención concebida contra los vestigios del pasado y llamó verdad (o conocimiento) a la chispa, casual, contingente y efímera, que despiden dos experiencias irreductibles, lo que se piensa como real y lo imaginario, cuya conjunción solo la literatura es capaz de poner en forma.

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