LA LÓGICA Y LA GRAMÁTICA (II)

(Debería añadir “y la retórica”)

Pongamos que:

El tiempo presente y el tiempo pasado
Acaso estén presentes en el tiempo futuro
Y tal vez al futuro lo contenga el pasado.
Si todo tiempo es un presente eterno.

Así se leen los cuatro primeros versos de los Four Quartets de T.S. Eliot en la traducción de José Emilio Pacheco. En el original inglés no son cuatro sino cinco:

Time present and time past
Are both perhaps present in time future,
And time future contained in time past.
If all time is eternally present
All time is unredeemable

y yo, en cambio, los traduciría así:

El presente y el pasado
Quizá están en el futuro,
Y el futuro contenido en el pasado.
Si los tiempos son eternamente presentes
Todo tiempo es irredimible.

en parte para evitar los innecesarios pleonasmos y en parte para rescatar la idea y la intención del poeta: que pasado y futuro existan y no queden reducidos al presente y puedan así ser redimidos. ¿Pero qué puede ser la redención del tiempo? “Redimir” quizá en el sentido de un rescate, puesto que el pasado y el futuro son tiempos que se pierden o se desperdician. Puesto que estamos condenados a vivirlos siempre en presente nunca somos del todo fieles a ellos. Si queremos conservar el pasado y el futuro como tales, dice Eliot, hemos de evitar que el presente acabe adulterándolos o borrándolos.

Sin duda, todas estas son conjeturas de significado, a despecho de los inevitables problemas de forma y sonoridad que plantea la traducción de un poema, aunque en este caso el original en inglés, pese a ser un texto casi especulativo, es diáfano.

Un enunciado cualquiera tiene cuando menos tres niveles de comprensión. El primero es el gramatical, determinado por una regla que organiza la enunciación de acuerdo con fórmulas más o menos precisas establecidas por la lengua del enunciado. En un principio comprendemos (o no) el orden y la regla en que se funda, incluso cabe la posibilidad de que manipulemos la gramática para hacer plausible una comprensión gramatical basada en una regla idiosincrásica como, por ejemplo, la curiosa costumbre de los porteños de hablar dejando las frases por la mitad, de tal modo que la expresión “Dejame…”, ha de oírse realmente como: “Dejame de molestar”; o, más a menudo: “Dejame de hinchar las pelotas…”; o sea: “No fastidies”. El corte implica que el hablante da y detecta sentido incluso en una expresión incompleta. El diálogo se comprime y se agiliza y también puede resultar ininteligible para alguien que no esté habituado a esa manera de hablar. La gramática autoriza esta falta. Si la gramática estuviese cerrada con cerrojo y no nos dejara retorcerla y hacerla chirriar –por así decirlo– hablar sería una actividad muy aburrida y fácilmente reproducible por una máquina; y hace tiempo que los cacharros inteligentes y los autómatas nos habrían sustituido en la hegemonía del mundo.

El segundo nivel de comprensión es el de la lógica y tiene en cuenta valores como la referencia y funciones como el principio de no contradicción, de tal modo que frases como “Esto lo estoy tocando mañana”, que Julio Cortázar pone en boca del personaje principal en su cuento El perseguidor, inspirado al parecer en el músico de jazz Charlie Parker, puede que tenga sentido gramatical pero en cambio se lee como un disparate desde un punto de vista lógico. Este suele ser el caso de una gran mayoría de las proposiciones metafísicas, de las interpretaciones psicoanalíticas en las varias tradiciones freudianas que las utilizan y difunden y en general de casi todas las expresiones técnicas, además de ser por supuesto algo habitual en poesía –en la buena y, con mayor frecuencia, en la mala– y en infinidad de hablas menores y géneros secundarios, como las letras de las canciones populares. El lector puede que encuentre chocante en la cita de El perseguidor que Cortázar coloque en un mismo plano el presente continuo del gerundio “tocando” y el adverbio “mañana”, pero está en su derecho de entender que ese contraste absurdo es parte del sentido de la frase –y, en definitiva, del relato de Cortázar–, aunque este sea contradictorio o refiera un estado de cosas imposible, como sucede en una paradoja cualquiera o en una proposición del tipo “No me gusta cómo galopa este Unicornio”. Por otra parte, como la gramática autoriza de facto la deriva lógica, la inconsistencia suele ser un recurso preferido por los teóricos charlatanes para dar relevancia a su discurso y engañar al personal y también –denunciada con petulancia y a modo de crítica– el argumento principal que utilizan los racionalistas más patanes para descalificar cualquier expresión que se salga del único registro al que pueden acceder sus mentes sanchopancistas.

Por último, hay una tercera comprensión que –de acuerdo con Paul de Man– podemos denominar retórica (o pragmática), puesto que se orienta por la dimensión realizativa o perlocucionaria de una expresión cualquiera. Por ejemplo, un insulto proferido en el marco de un juego de lenguaje determinado o con una entonación especial, como: “Más puta que una gallina” puede hacerse más cruel o sibilino o, si cabe, más ofensivo e hiriente. La mera asociación muestra la voluntad de degradar a la mujer referida en ella rebajándola a la condición animal y viene cargada de malas intenciones.

¿Cuál de estos registros: gramatical, lógico o retórico es el que ha de prevalecer para establecer el sentido exacto de una expresión? Personalmente, yo creo que ninguno, que los tres cohabitan en un texto con la misma dificultad e incompatibilidad con que conviven las tres grandes religiones monoteístas. El sentido viene armado por un determinado orden en el nivel de los signos, una consistencia reconocible para el entendimiento –el muy respetable significado lógico– y nunca escapa a un contexto de enunciación y a la intención significativa correspondiente, puesto que cada vez que decimos algo sucede además que lo queremos decir. Así pues el así llamado «efecto literario», es decir, lo que hace que un texto trascienda la mera comunicación de un estado de cosas y se convierta en literatura es la manipulación deliberada de cualquiera de estas tres dimensiones del lenguaje (o de las tres al mismo tiempo) con una intención añadida que, pese a estar allí –como el significado de la redención del tiempo para Eliot– nos es desconocida o es en todo caso discutible y/o conjeturable.

Véanse, por ejemplo, estos versos de Emily Dickinson en un poema sobre la soledad:

Más fácil sería
Fracasar – con Tierra a la Vista –
Que alcanzar – Mi Península Azul –
Y perecer – de Gozo.
(Dickinson 1987, 193)

¿Qué habrá querido decir Dickinson con “Península Azul”? ¿ No será acaso “mi triste península”? ¿Pero si así fuera por qué razón atisbar ese accidente geográfico tras una larga travesía marina ha de ser tan gozoso y decisivo para conocer su experiencia de la soledad?

Podría pensarse que lo que llamamos “literatura” (o “arte”, si lo pensamos en un registro que no es únicamente discursivo) consiste en que el hablante (o el artista) se permita una licencia poética para moverse con libertad y arbitrariedad entre los distintos planos de la comprensión y la expresión; y hay infinidad de malos escritores (y malos artistas) que creen que es así, que solo se trata de retorcer las palabras, como esos filosofantes que se atribuyen un pensamiento propio porque han aprendido a ponerlo todo siempre un poco más complicado…, cuando de lo que en verdad se trata, no es de moverse entre los planos o de trasgredir gratuitamente los límites que los separan, ni es cosa de imaginación ni de invención sino que se trata de descubrir que la regla gramatical innovadora, la lógica bizarra o la figura inesperada ya están –que ya estaban– allí, aunque nadie se había dado cuenta.

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