EL MIEDO

Supongo que debemos a los antiguos griegos –tan sobrios y moderados y racionales; al menos así es como se presentan cuando enuncian sus teorías– la discriminación de las así llamadas emociones.

En rigor, las emociones son respuestas anímicas a otras conductas categorizables como emocionales o emotivas y que antaño se llamaban “sentimentales”, aunque no es preciso ser psicopatólogo o neurocientífico o psicólogo conductista experimentado para comprobar que la asociación de una conducta con algo que se denomina vulgarmente “sentimiento” es una valoración sumamente torpe acerca de lo que realmente sucede cuando somos presa de alguna emoción. Por otra parte, está archiprobado que una mayoría de las conductas consideradas emocionales –sino todas– tienen como factor desencadenante minúsculos cambios en el nivel químico y molecular de las conexiones nerviosas, cosa que sabe cualquiera que haya probado, no digo una droga psicotrópica sino una simple tisana de valeriana o un café muy cargado. Ya sé que el mero establecimiento de una causa no es explicación suficiente de un fenómeno tan rico en matices como puede ser una emoción, pero la trivialidad del origen del síntoma –la emoción– debería servir para no dar demasiada trascendencia al asunto.

En cualquier caso, como no tengo la mínima intención de intervenir a fondo en una cuestión tan resbaladiza, me limitaré a observar que –tenga o no que ver con los sentimientos– en la emoción tiene lugar algo que se asemeja a una redundancia, pues lo que hace significativa la emoción y –además– merecedora de atención es que normalmente se presenta como el sentimiento de un sentimiento. Para entendernos: la supuesta inmediatez del sentimiento viene acompañada de otra sensación, que a menudo es inexplicable y que llamamos emoción. Quizá por eso las emociones resultan hoy en día tan atractivas para mucha gente, puesto que ocuparse de ellas equivale a emprender el examen de la conducta humana con una aparente espontaneidad y franqueza de ánimo, “a corazón abierto”, como sugiere la frase: “para entender las emociones es preciso sentirlas, dejarse ganar por ellas”.

El sentimiento de un sentimiento… Parece evidente que los teóricos de la emoción no han leído la Odisea y, de haberla leído, está claro que no han entendido el episodio de Ulises y las Sirenas.

(Pero de momento dejemos aparte a las Sirenas.)

Solo se me ocurre un caso en que se puede hablar del sentir un sentimiento: el miedo, que no solo aparece en forma de temor anticipado sino que se presenta desplegado en un variado abanico de experiencias afines cuando, por ejemplo, hablamos de la reserva y la sensación de extrañeza, de la desconfianza, la prevención, la inseguridad, el recelo, el vértigo, el pánico, el horror, etc., etc., muchos matices de lo mismo puesto que, de lo que en verdad hablamos, es de miedo.

Como es habitual que ocurra, de acuerdo con lo que Nietzsche llamaba “fenomenalismo de la consciencia”, al miedo se le aplica la etiqueta de “emoción”, pero lo cierto es que esa categoría le queda pequeña. Que pueda haber, en efecto, un sentimiento de miedo muestra que el miedo es sobre todo una condición ontológica: se diría que es nuestro característico modo de estar en el mundo, puesto que a todo tenemos miedo y todo el tiempo, del mismo modo que no podemos estar sin dolor. Tenemos miedo del pasado, que vuelve como el cadáver que las aguas del río arrojan sobre la orilla (Gide); del futuro, que es incierto y que, por ser desconocido, solo podemos imaginarlo como funesto; de las tinieblas y del fuego. La naturaleza nos da miedo, a despecho de lo que declaran tantos pobres de espíritu que han olvidado la lección de los grandes mitos: la variada tropa de animalistas, ecologistas y demás rousseaunianos trasnochados que elaboran el horror que les inspira el mundo natural con proclamas de armonía y convivencia que jamás se cumplen ni se cumplirán. Ellos son algunos de los que tienen más miedo.

El otro –esto es, la diferencia, lo extraño, el doble– nos inspira miedo. Solo cuando dejamos de temerle le damos la investidura del amado o del amigo; y un buen día y sin saber por qué dejamos de temerlo y lo reconocemos como inofensivo.

Y, naturalmente, tenemos miedo de morir, que es el miedo por antonomasia.

(Bueno.., cierto es que hay algunos que no temen a la muerte.)

El miedo no es tanto una emoción sino una condición absoluta y, por eso mismo, de todas las “emociones” es la menos interpretada, quizá porque se mezcla con innumerables hipóstasis mundanas. ¿Cómo sobrellevamos el miedo? No lo sobrellevamos sino que tan solo lo paliamos. Una sencilla pedagogía nos ha sido inculcada desde muy pequeños. Una y otra vez se nos ha venido enseñando a no tener miedo pero, como es habitual que suceda con los programas pedagógicos, esta enseñanza fracasa siempre.



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