Tiene gracia la rapidez con que en España se dio por finiquitado el estructuralismo (de hecho, se le dictó partida de defunción bastante antes de que hubiera tiempo de conocerlo a fondo).
El estructuralismo presentaba dos grandes inconvenientes para la capacidad analítica de los españoles. Por una parte, era francés y, por añadidura, sospechoso de inútil superchería, además de amanerado y jergoso; y por otra parte interponía entre la consciencia y la cosa un elemento abstracto no literal ni estrictamente referencial que suele resultar repugnante al realismo sanchopancista que anima la típica idiosincrasia ibérica. Por inteligente que pudiera parecer, a los ojos de Sancho Panza un análisis estructural no puede ser fiable, por demasiado abstruso y afectado.
Sin embargo, pese a su afrancesado amaneramiento, el estructuralismo fue la última tentativa seria de rescatar la cultura llamada «humanística» de las manos de los críticos impresionistas y floripondiosos que, a la manera de George Steiner, esconden detrás de interminables alardes de erudición su absoluta falta de genio. Por desgracia, ese proyecto que aún aspiraba a descubrir cómo y por qué aprendemos algo del arte, acabó siendo estropeado por los epígonos y por la infame secuela de mayo del 68. Así pues, su programa de abordar el misterio de la forma en el arte y el proceso de formación de los objetos culturales ha quedado definitivamente inconcluso, lo mismo que la expectativa de concebir unas ciencias humanas auténticas.
No nos engañemos: la bancarrota del estructuralismno no es solamente el fracaso de una teoría literaria entre otras sino el final de toda una manera de abordar la cultura.