EL URINARIO

Según la vieja artimaña expuesta en el cuento de Edgar Allan Poe “The Purloined Letter”, que fascina por igual a lectores de tramas policiales y hace poner los ojos en blanco a los psicoanalistas desde que Lacan le dedicó todo un seminario en 1984, una de las maneras más ingeniosas de ocultar el sentido es ponerlo a la vista de todo el mundo. Si generalizamos esta propuesta, que hago de forma un tanto burda aquí, entenderemos la idea de Schopenhauer según la cual la representación –que, de la cosa, es lo más evidente– es un velo de Maya tendido por la voluntad, que nos aparta de lo real al tiempo que nos permite acceder a él a través de una ilusión. Lo mismo describe la fórmula heideggeriana cuando afirma que “el ser [lo que hay, eso que está efectivamente allí] se manifiesta ocultándose”, típico oxímoron que enseña hasta qué punto que la hermenéutica se vale (o cae seducida por) artimañas retóricas.

En efecto, lo que una cosa sea en verdad puede ocultarse poniendo su naturaleza íntima en primer plano. Tomemos por ejemplo el célebre urinario de Duchamp, un urinario que no es tal, puesto que se exhibió por primera vez encima de una peana en una exposición de arte de vanguardia, en posición invertida y bajo el título “Fountain”, es decir, doblemente denegado de su función y naturaleza originaria, con el añadido de hacer manifiesta una vaga forma de pubis. Una fuente a la que le falta el autor verdadero y el chorro que la legitimaría como tal. Un objeto ordinario (aunque reconstituido por medio de una inversión de su función, su lugar de implantación y su nombre y rebautizado ready-made) que deviene objeto sagrado que afirma lo mismo que desmantela, apoteosis de la voluntad antiartística de dadá.

(Basta. Dejemos esto.)

Sin embargo, no solo interesan en el urinario de Duchamp estas relaciones tortuosas que desataron escándalo en 1917 y que, de tan repetidas, remedadas, imitadas, emuladas e interpretadas, son hoy en día una receta del arte llamado “de vanguardia”, sino que su sentido más probable, su verdad y su clave estuviera a la vista de todo el mundo en la firma: “R. Mutt”, que Duchamp pergeñó y pintó en el borde inferior del urinario.

Los intérpretes de las irreverencias y tonterías dadá, sucumbiendo a la fuerza de lo literal acabaron por encontrar una semirreferencia a esta firma en la marca de los sanitarios donde se supone que Duchamp adquirió su ready-made: la casa JL Mott Iron Works, del número 118 de la Quinta Avenida de Nueva York. “R. Mutt” sería, pues, una variación de la marca de fábrica de la pieza. Pero no repararon en lo que primariamente deberían haber visto, sobre todo tratándose de una pieza expuesta en EE.UU: que “mutt” quiere decir en inglés “mestizo” y se aplica a los perros sin raza ni pedigree reconocible, los chuchos de la calle, epítome del cuerpo o del objeto sin abolengo, ni tradición, que son pura llaneza y ordinariez, lo que en mi tierra se dice de los atorrantes. R. Mutt”  bien podría ser la firma de un descastado, o la típica gamberrada de un marginal; y el urinario reconvertido en fuente, un gesto tan insolente como un graffitto en un monumento antiguo.

Naturalmente, la mía es solo una conjetura, como la del detective en el cuento de Poe, pero –por eso mismo– la única manera de desentrañar sentido en este autoproclamado enigma del arte contemporáneo.

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