SOBRE LA TRADUCCIÓN

Un ensayo de Walter Benjamin titulado “Die Ausgabe der Übersetzer” y conocido en español como “La tarea del traductor” ha dado mucho que comentar pues su título ostensiblemente se plantea aquello que nombra, ya que en alemán Ausgabe quiere decir “tarea” pero también significa “fracaso”. Parecería pues que Benjamin se propuso abordar el trabajo del traductor como un programa llamado a fracasar, cosa que cualquier lector con sentido crítico y con un vago conocimiento de lenguas diferentes de la propia sabe que así es, que ocurre todo el tiempo.La traducción está atrapada en el irresoluble conflicto entre lo literal y lo figurado, entre la referencia y la interpretación, de tal modo que cuanto más se afana el traductor por trasmitir al lector lo que se lee en el original, más parece sucumbir a la esencial ambigüedad de las palabras y, muy a menudo, para vencerla acaba por convertir el objeto de su trabajo en una pieza de lengua muerta. En su esfuerzo por ser fiel 

(¿Qué es fidelidad? Dioses.., he aquí un concepto inasible, una fantasía.) 

a su texto, el traductor traiciona el sentido probable que busca. Todo esto es tan consabido que repetirlo resulta lugar común.

Así pues, el valor “artístico” del trabajo del traductor es nulo y su pericia, aunque a veces haya servido para convertir un texto mediocre en algo memorable, suele parecerse al oficio del médico forense: y ya sabemos que tras una autopsia no hay cadáver que resulte reconocible.

Pues bien, en su ensayo Benjamin aborda esta y otras cuestiones que atañen a la traducción, que es el mismo problema de la lectura, de la interpretación, de la crítica y, last but not least, el enigma del sentido. Sin embargo, en esta oportunidad no tengo la mínima intención de meterme en asuntos tan complicados sino que quiero apuntar algunas observaciones sobre el primer párrafo de este texto, donde Benjamin comienza por afirmar algo sumamente inquietante. Uso la traducción publicada en 1967 en la Editorial Sur de Buenos Aires, que seguramente es una versión tosca e imprecisa pues su autor, H. A. Murena, aprendió el alemán como un autodidacta, con la sola ayuda de una gramática alemana comprada ex professo y una buena dosis de inteligencia porteña. Así me lo confesó él mismo cuando yo era muy joven. Podría buscar en mi biblioteca alguna otra traducción más reciente del ensayo de Benjamin, que seguramente estará atiborrada de escolástica y de referencias pseudoeruditas pues el mundo se ha llenado de comentaristas y epígonos benjaminianos, pero me da pereza hacerlo y, para lo que me interesa tratar, el pasaje se entiende y dice lo suficiente:

Cuando nos hallamos en presencia de una obra de arte o de una forma artística nunca advertimos que se haya tenido en cuenta al destinatario para facilitarle la interpretación. No se trata solo de que la referencia a un público determinado o a sus representantes contribuya a desorientar, sino de que incluso el concepto de un destinatario “ideal” es nocivo para todas las explicaciones teóricas sobre el arte, porque estas han de limitarse a suponer principalmente la existencia y la naturaleza del ser humano. De tal suerte, el arte propiamente dicho presupone el carácter físico y espiritual del hombre; pero no existe ninguna obra de arte que trate de atraer su atención, porque ningún poema está dedicado al lector, ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la escuchan (Benjamin, Ensayos, 77).

En este pasaje se lee una sola tesis, tremenda, contradictoria y esteticista, descompuesta además en dos escolios: por un lado afirma que el arte no tiene en cuenta al público llamado a reconocerlo y que, por lo tanto, el arte se da per se; y por otro lado sostiene que este no tener en cuenta al público, si bien implica que las obras de arte no han sido confeccionadas para ser interpretadas, necesariamente presuponen la existencia física y sensible de otros seres humanos. Asombrosa gratuidad, pues, ya que el arte acontece en la obra sin el propósito de trasmitir comunicación alguna y, por esta razón, carece de sentido que nos lo representemos como un lenguaje. Es más, si lo pensáramos como un lenguaje no solo incurriríamos en error sino que estaríamos condenados a no entender en qué consiste pese a que está absolutamente claro que el arte opera con todo tipo de signos, construye hipótesis o propone símbolos y alegorías y, por lo demás, instruye. ¿Cómo puede ser esto posible? Es posible porque el arte bien puede proponerse trasmitir un sentido –político, formal, religioso, etc.– y no obstante pretender ser reconocido como tal. Por eso afirma Benjamin que incluso si pensamos el arte como dirigido a un “destinatario ideal” nunca llegaremos a entenderlo porque de lo que en verdad se trata es de reconocerlo independientemente del servicio que presta. El arte presupone que hay hombres capaces de reconocerlo pero no se dirige a llamarles la atención: o sea pues que para Benjamin el arte solo puede ser expresivo.

¿Pero expresión de quién? ¿Del artista? En absoluto. 

(Es archisabido, por lo demás, que los llamados artistas si algo no saben es expresarse. )

No, el arte solo puede ser, o bien la expresión de un contenido ajeno a sí; o bien la expresión de sí mismo, es decir, un arte trascendental, autorreferente. Pongamos por caso: una vidriera coloreada en una iglesia gótica o un bronce de la época clásica, según Benjamin, pueden ser bellos o extraordinarios por su factura artesanal, pero su belleza no está dirigida a sus destinatarios sino para representar aquello que representan. El arte se reconoce en ellos –se manifiesta– cuando lo referido en esas representaciones se ha desvanecido.

(Esto es a lo que, en definitiva, se alude cuando se habla de “la retirada de los dioses”.)

Desde este punto de vista, puesto que no está hecha para la atención –estética o como sea– toda obra de arte sería una especie de ex-voto, la fórmula de una desconocida liturgia; y por esta razón, para funcionar como tal debe conservarse radicalmente ambigua e indeterminable, trascender un contenido comunicable y su sentido ha de permanecer enigmático o misterioso como suelen serlo las runas primitivas o las pinturas abstractas o los cánones de J. S. Bach. 

¿Qué ocurre entonces con la traducción? A diferencia del original, el texto del traductor sí que piensa en su destinatario y, naturalmente, ha de suponerle un sentido comunicable. O sea que el traductor se hace con la obra por aquello que esta no es ni se propone ser. Por lo tanto, el texto de una traducción nunca llegará a ser arte. Peor aún, toda traducción que se proponga explícitamente comunicar, acabará por trasmitir aquello que carece de importancia; y, por consiguiente, fracasará.

Lo mismo que yo en mi papel de modesto escoliasta; y es curioso que aunque mi trabajo se parece mucho a la tarea del traductor, siento que tengo que hacerlo.

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