BAILES DE SALÓN Y CONVERSACIONES

Una buena conversación no nos ocurre con frecuencia. En una sociedad ocupada hasta el hartazgo en recomendar el diálogo –de manera evidente para el ámbito público, pero, gracias a disciplinas como la psicología y la pedagogía, también para el privado–, las conversaciones son una flor rara. Se dialoga para buscar un acuerdo político, por ejemplo, o para solucionar un problema familiar, pero no parece que pueda decirse para qué se conversa. Desde luego no para intercambiar información ni opiniones, esas especies del comercio lingüístico que prometen algún botín de datos, o un nuevo convencido para la causa. Quizá, sí, para entre-tenerse. Una de las palabras francesas para “conversación” (entretien), hace visible para el castellano esta sugerencia.

Y es que tal vez lo más parecido a una conversación sea un baile de pareja, uno de esos bailes que todavía se enseñan como “bailes de salón”, en los que todo buen partenaire sabe que para bailar mejor hay momentos en los que hay que guiar y otros en los que dejarse guiar: tener o hacerse tener; sostener, entre dos, el baile. Ser un buen bailarín supone, en este sentido, procurar que la danza pueda ir trazando su recorrido, su dibujo, que se va produciendo de manera instantánea y sucesiva; se precisa estar atento a los movimientos del otro, se requiere un arte de la administración de la propia fuerza.
¿Para qué? Para que siga el baile. Para que las palabras continúen. Y lo que se lleva uno a casa, después de una conversación, es apenas un regusto, un eco parecido al que deja la música, que siempre ya se ha ido.

Conversar es una de las pocas cosas que solamente pueden hacerse con otro y, probablemente, una de las pocas formas que nos van quedando de hacer algo que no sea consumir.

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