UNA VOZ QUE AMENAZA

Un día de finales de verano, él escucha el teléfono que suena. Ignora quién le hace ese llamado. Descuelga el teléfono, e identifica una voz familiar que le habla; es un amigo con el que hasta ese día había mantenido la ilusión de que existía entre ellos un philéo fuera de lo erótico: el “querer” o “amar a familiares o amigos. El philéo que se define por su oposición a “odiar”. Del que había recibido y dado muestras de afecto. Pero de inmediato, escucha una voz que amenaza enfado, y a él le aparece el desconcierto. Lo que el otro le dice no encaja, no tiene sentido. En la voz del otro aparece sin velo el deseo de dominio, el deseo de ejercer el poder con la violencia, con una voz fuerte de las palabras. Ante esa actitud, él se calla pero siente una irritación legítima. Se calla y decidirá pensar y escribir después; se calla para intentar recuperar su voz a través de la escritura. Lo que siente en ese momento es tristeza, una grandísima tristeza, una decepción, se le cae en pedazos la ilusión que se había construido hasta entonces, al imaginar que existía un vínculo amoroso con él, pero no, ya no, si lo había habido antes, en ese preciso momento, se había roto porque lo real aparece sin velo, en su máxima crudeza. Contra el enfado de él, intenta mantener la serenidad, esbozar una sonrisa, pero no lo consigue por la conmoción que siente. Está escuchando la impaciencia del otro a través del hilo telefónico que se desvela en sus preguntas inquisitivas que rompen la posibilidad de un diálogo. La impaciencia manifiesta que sólo está dispuesto a escucharle un brevísimo tiempo más; amenaza con quitarle el tiempo de escucha que le había concedido. Aparece la prisa, la impaciencia; la oreja de él no quiere recibir más palabras que su amigo le dirige. El diálogo ya no es posible, se interrumpen los decires de uno y de otro porque –el que se imaginaba su amigo– ha colgado el teléfono y ya no pueden decirse nada más. Después de la conmoción, él reflexiona. Ha captado el deseo del otro de ejercer el poder con la violencia; entonces reacciona a la imposición disimulada con la rebeldía; rebeldía contra el poder arbitrario, el poder que manda responder a preguntas que no las puede responder ante la inmediatez de respuesta que el otro le exige. ¡El otro exige respuestas, ya!, sin mediación, sin posibilidad de aplazamiento. La rebeldía es lucha, lucha para defender lo propio, ese espacio donde la singularidad se expresa; lucha para no vivir en la queja, el aburrimiento, el tedio y la desesperación. Lucha para no golpear –a su vez–  violentamente.

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.